juan

 





Quito parecía un pueblo fantasma. Era su cuarto día encerrado, en confinamiento. Desde la ventana contempló la ciudad e intentó imaginar la forma del virus, no podía tener la forma del spondylus. Mirar por la ventana siempre había sido su mayor miedo. Lo hizo cuando se encendió el Cern, el centro ocupado en hallar la partícula universal o la piedra filosofal, según los alquimistas. Se levantó en la madrugada y con un vaso de whisky se pasó casi una hora contemplando el cielo; era como si un agujero negro se hubiera abierto, de esos que consumen galaxias y galaxias para convertirlas en nada, en la partícula de Dios.

La imagen le devolvió a su infancia, a la casa de su tío en Echeandía desde donde contemplaba el pueblo con su parque, iglesia y su cine. A ese recorrido por un bosque tropical hasta llegar a la cancha de fútbol y después bajar a la tienda donde compraba un helado de esos hechos en bolsas de plástico. Su tío siempre le reservaba la mejor habitación, en el fondo siempre fue un consentido. Ahí comenzó a leer las revistas de Kalimán que conservaban sus primos, porque en la casa no había televisión ni nada que se le pareciera, solo un mesón de madera en una gran sala con un bote de cristal lleno de ají, una hamaca y una radio. Siempre que iba de vacaciones llegaba en la madrugada y había un seco de gallina hecho en cocina de leña y un bote de ají en el centro de la mesa. Ahí comía con su tío que debía salir a cuidar su finca, con machete en mano. Durante el encierro intentó recrear esa cocina de leña en la parrilla de su patio. Hizo un risotto con alcachofas y un steak ribs bañado en hierbas, como cuando con su tío y sus primos iban a campechar, a buscar esos pescados que se pegan a las piedras después de una crecida del río tras una gran tormenta, y encendía la fogata para hacer un caldo.

Ahí aprendió a amar el olor del campo, el sonido del río, las lagunas halladas en los lugares más imprevistos donde jugaba a ser Robinson Crusoe; después de todo Daniel Defoe siempre le había intrigado, tal vez más que Dostoievski. Es la historia de la soledad y el abandono, de las ganas por dejar de sobrevivir, aunque la historia diga lo contrario.

Ese maldito yo, decía Cioran. ¿Cuándo pasó? Tal vez cuando un virus desconocido le infectó la pierna; parecía que iba a taladrarle el muslo. Su tío hizo una incisión y después de sacarle toda la peste le metió un clavo a fuego vivo. En esa época todavía no conocía que con whisky se podía soportar ese dolor. Eso lo conoció solo años después cuando volvió de Europa y tiro sus maletas llenas de libros y botellas de vino en el piso. Por la ventana, otra vez la ventana, contempló la piscina seca, desolada, donde alguna vez hubo gente que sacaba sus sillas para soportar el frío. Contempló la decadencia que le llevó a escribir Divorcios. Lo supo cuando ella llegó y rebuscó en su basura y al ver las botellas de whisky vacías se sentó en el piso de la cocina y comenzó a llorar. Tal vez haya sido el mayor acto de amor que haya visto en su vida. Así comenzó su nuevo divorcio que terminó en un acantilado en las playas de Same. No me vas a dejar, le dijo. Y ella se fue para siempre una tarde cualquiera.

En la madrugada solo se escucha el ladrido de los perros en Quito. Ya ni siquiera los ovnis llegan a su ventana. De vez en cuando pasa un helicóptero. Las existencias de whisky están por agotarse y pese a su cansancio está dispuesto a levantarse como el personaje de Mank, la historia del libreto de Orson Wells que se hizo con un Oscar en una extraña ceremonia donde Antonhy Hopkins olvidó su historia de caníbal gracias al alzheimer, el maldito olvido. Los colibrís siguen deambulando felices con las gotitas de vodka agregadas al agua azucarada; hasta montaron un nido en su patio donde se reproducían como conejos.

El ulular de las sirenas en la ciudad le recordó que debía publicar Divorcios.

-        ¿Y por qué estás despierto?

-        No lo sé, tal vez porque duermo poco.

-        Y en pocas palabras, ¿por qué estas despierto?

-        Tal vez porque no me gusta dormir. Intento terminar una novela. Es la historia de mis hermanas. Ellas me hicieron lo que soy. También Jacinto por quien soy el que soy y Milton al que se quieren parecer todas mis hermanas. Es su ídolo. El papá ido.

-        Pero, ¿por qué estas despierto?

-        Por pereza.

-        ¿Y quieres que te entienda?

-        No. Estoy esperando a Godot.

-        ¿Y por qué vuelves a los lugares comunes?

-        Porque es el único sitio en el que me siento seguro.

-        ¿No quieres desnudar tu personalidad?

-        ¿Para qué? Ya he hablado de mis hermanas, de sus odios, sus venganzas, sus amores y desamores, sus infidelidades. Son las mujeres más infieles que he conocido en mi vida.

-        ¿Y qué es para ti la infidelidad, si se puede saber?

-        Beckett.

-        Te has enamorado alguna vez.

-        Tal vez.

-        ¿Fuiste castrado?

-        Intimidado.

-        Tienes muchas mujeres a tu alrededor.

-        Es mi vida.

-        ¿Y por qué me buscaste?

-        Para pedirte perdón.

Ya amanecía en Quito con una densa neblina y decidió montar su bicicleta en el auto y salir hasta el parque Bicentenario no sin antes desayunar un Baileys con hielo y pensar en esa cita de Carl Sternheim de por qué es buena tanta conmoción sino para la propia paz mental en donde uno tiene sus pequeños compartimientos donde todo es conocido y no hay nada impredecible como el hecho de que un pájaro salga de su jaula y ataque vorazmente a un perro tan tierno como sus dientes que alguna vez le devoraron una parte de la pierna que le produjo un dolor tan intenso como la de Graciela frente a piedra de lavar ropa o Malena sin poder recibir ayuda o Anita recriminando a Graciela o Jaqueline bailando en medio de una pista después de hacerle una confesión o Beatriz y Rocío saltando felices en una cama porque nada importaba ni siquiera el hambre.

Deuteronomio. Estas son las palabras. Las palabras precedidas por los Números y es, en consecuencia, el último texto de la Torá; el Pentateuco, Las Cinco Cajas donde se guardan los rollos hebreos, según el cristianismo. Son veinte leyes para la guerra: no temas en la guerra, Dios está aquí. Israel temía al enemigo más poderoso. Israel tiene instrucciones de no temer porque Dios está con ellos. Los hombres están exentos del combate si tienen una casa nueva, un viñedo listo para cosechar o un matrimonio no consumado. Deuteronomio instruyó a Israel a evitar la inmoralidad y el pecado de otras naciones y prohibió cortar árboles que producen alimentos. ¿Cuáles son las otras naciones?, es lo que se preguntaba Juan cuando era niño. Hablaba con expertos en la Biblia y no hallaba respuestas, hasta que un domingo llegó a misa en la iglesia de su barrio, luego de que bajara unas escaleras de un parque donde compraba los periódicos que le pedía su papá. Fue hasta el confesionario y se orinó ahí.

En el Pentateuco, atribuido a Moisés, el Deuteronomio es el discurso con el cual el legislador se despide de su pueblo en los llanos de Moab. Los judíos que se encuentran frente a él, sin embargo, no son los mismos del monte Sinaí, quienes ya conocieron de las tentaciones de la idolatría, a los falsos profetas y a los reyes traidores. Es la segunda ley, el epítome de la primera, la reforma religiosa para acceder al reparto de la Tierra, la herencia de Yahvéh. En realidad, son cuatro grafías inexpugnables.

Ese era su último viaje, detuvo el auto en la carretera y miró el abismo. Solo debía acelerar y desviar por cuatro segundos el volante. La carótida, cuando es cortada de cuajo, sigue expulsando sangre al cerebro durante cuatro segundos, los suficientes para arrepentirse del suicidio. En ese momento comprendió que no se arrepentía de nada, ni de sus partidas ni de sus divorcios ni de su compás de espera ni de sus desayunos ni de esas langostas que compraba a los pescadores de Tonsupa, antes de que se levantaran esos horribles edificios que inundan el pueblo vacío, por culpa de la pandemia o coronavirus. De nada tenía que arrepentirse porque había vivido según sus convicciones, pese a sus hermanas que deseaban verlo como un hombre de bien. Lo fue un instante. Solo un instante. El suficiente para darse cuenta de que ese no era él. Era otro. No era la persona de frac que camina en la Iglesia rumbo al altar para labrar su porvenir. Era su sombra. La historia eterna.

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