El último viaje
El tiempo había pasado demasiado a prisa. Ni siquiera sabía cómo había llegado ahí y menos cómo pretendía salir. Estaba en medio de la nada. De la nada más absoluta. El frío era espantoso. Hurgó entre los bolsillos de su chaqueta y solo halló unas monedas, las lanzó al aire para para que el azar decidiera su suerte. Intentó reconocer el lugar en el que estaba y solo pudo divisar un féretro cargado por seis personas en una calle desconocida. Él era un niño y estaba feliz, desde entonces supo que asumió la muerte como una especie de felicidad. Una balacera, un golpe seco, un puñal que se hundía en el corazón a lo Martín Fierro, al Martín Fierro de Borges. La nada es el infierno, se dijo. El frío calaba hasta lo más hondo de la piel, un hueco mucho más profundo del que imaginaba Oscar Wilde. Ni siquiera sabía cómo recordaba eso. Una luz subía y se agrandaba en la oscuridad. La luz se hacía deforme conforme aumentaba la presión sanguínea y la frecuencia cardíaca, las náuseas, los esc