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Mostrando entradas de noviembre, 2019

El último viaje

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El tiempo había pasado demasiado a prisa. Ni siquiera sabía cómo había llegado ahí y menos cómo pretendía salir. Estaba en medio de la nada. De la nada más absoluta. El frío era espantoso. Hurgó entre los bolsillos de su chaqueta y solo halló unas monedas, las lanzó al aire para para que el azar decidiera su suerte. Intentó reconocer el lugar en el que estaba y solo pudo divisar un féretro cargado por seis personas en una calle desconocida. Él era un niño y estaba feliz, desde entonces supo que asumió la muerte como una especie de felicidad. Una balacera, un golpe seco, un puñal que se hundía en el corazón a lo Martín Fierro, al Martín Fierro de Borges. La nada es el infierno, se dijo. El frío calaba hasta lo más hondo de la piel, un hueco mucho más profundo del que imaginaba Oscar Wilde. Ni siquiera sabía cómo recordaba eso. Una luz subía y se agrandaba en la oscuridad. La luz se hacía deforme conforme aumentaba la presión sanguínea y la frecuencia cardíaca, las náuseas, los esc

Creed

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El despertar le recordó un  amanecer en Tokio y sus rituales, la bicicleta en el parqueadero y los desayunos excesivamente caros. Cuando volvió a Quito se prometió que nunca más pagaría por un desayuno más de cinco dólares y lo cumplió; llenó su bar con botellas de Campari y el desayuno le salía por menos de un dólar, solo si desayunaba una vez en el día. Volver de una huida nunca nos hace valientes, pero si menos cobardes, se dijo. La vez que fue a Tokio en realidad buscaba seguir los pasos de Einstein y su intenso amor correspondido por Japón, desde aquel 17 de noviembre de 1922 cuando llegó a sus costas, luego de embarcarse en una travesía desde Marsella, cual Coldplay en Jordania. Nunca hubo un auditorio vacío, tal vez porque en el país se había enraizado un culto por la limpieza. Por la pureza, por eso que predicaba Einstein, la física pura, la teoría de las cuerdas que nunca alcanzó a desarrollar. Y él estaba ahí, sentado frente a una botella de whisky mirando el vacío, l

La puesta del sol

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Desde la ventana contempló el atardecer de Quito, ese atardecer que muchas veces le hizo llorar. Unos colores de arco iris sobre un fondo azul. Ella estaba desnuda, sobre su espalda, abajo de su cuello, se dibujaba un árbol. Me gustan más los árboles que las flores, le dijo alguna vez mientras se vaciaban una botella de Santa Teresa, hija del Conde Tovar, de los mismos Valles de Aragua, modernizado con un alambique de cobre traído desde Colonia. Con sus dedos recorrió su espalda hasta llegar a su cóccix, la última pieza ósea de la columna vertebral. No recordaba nada, ni cómo había llegado hasta ahí. Desde hace un año fuera Caracas recorría el mundo con una sola maleta, rumbo a Chile, porque creía que ese país le ofrecía estabilidad. El crecimiento del PIB, la balanza comercial y balanza de pagos era estable. Todavía creía en los gurús de Wall Street, la literatura moderna ridiculizada por Tom Wolfe. En el camino se estacionó en Ecuador, en Ambato, con un par de zapatos y muchos

Sol

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La vio tantas veces que sintió la necesidad de conocerla; sus zapatos fueron un freno, como esa sensación que devuelve la lucidez a alguien en su momento de la embriaguez más absoluta. Ella lo veía y no lo veía. Se alejaba, marcaba distancias con su aire de princesa sefardí de alguna portada de Vogue . La había visto tanto que omitió ver los dedos de sus pies. En sus manos solo cargaba un celular y un monedero. Y siempre estaba sola, pocas veces conversaba con alguien, tampoco bebía. <<Yo no bebo>>, dijo ella tras empinar un trago de ron Medellín. <<Estás muy joven como para no beber>>, dijo él. <<Por ahora tengo otras prioridades>>, dijo ella. Sus ojos bajaron a su pecho y miró furtivamente sus tetas. <<Qué bonitos ojos>>, dijo él. <<Pero están arriba, acá en mi cara>>, dijo ella. Se llamaba Sol, porque decía que había nacido para alumbrar la vida de los demás. Alumbra, luz de lumbre. Taconeaba como si no hubiera mañana

Candy crush

¿Crees que sea una historia de amor?, preguntó él. Creo que para ti todas las historias son historias de amor, dijo ella. Él se levantó, se puso un jersey y fue hacia la puerta. Ya amanece. Siempre me pregunté cómo te verías al amanecer. Y sí, pareces una ama de casa, dijo él. Yo nunca tuve la oportunidad de imaginar nada. Siempre supe que serías un hijodeputa, dijo ella. Un cabrón, supongo. El cabrón que te vio jugando candy crush y no se fue a tiempo, dijo él. ¿Te acuerdas cuando escribías historias bonitas sobre mí?, como esa del desayuno que te tiraba en la cara, dijo ella. Es la historia de Occidente, imaginar, dijo él. También recuerdo aquella vez que estuviste en un trancón y preguntaste por qué mi tía no dejaba a su esposo si se sentía tan bien con su amante, dijo ella. Sí y también recuerdo tu respuesta. Tu tía eras tú, dijo él. Sigues siendo el mismo hijodeputa de siempre, dijo ella. Siempre hablamos en tercera persona de nuestras frustraciones. De las esperanzas y alegría