La puesta del sol
Desde la ventana contempló el atardecer de Quito, ese atardecer que muchas veces le hizo llorar. Unos colores de arco iris sobre un fondo azul. Ella estaba desnuda, sobre su espalda, abajo de su cuello, se dibujaba un árbol. Me gustan más los árboles que las flores, le dijo alguna vez mientras se vaciaban una botella de Santa Teresa, hija del Conde Tovar, de los mismos Valles de Aragua, modernizado con un alambique de cobre traído desde Colonia.
Con sus dedos recorrió su espalda hasta llegar a su cóccix, la última pieza ósea de la columna vertebral. No recordaba nada, ni cómo había llegado hasta ahí. Desde hace un año fuera Caracas recorría el mundo con una sola maleta, rumbo a Chile, porque creía que ese país le ofrecía estabilidad. El crecimiento del PIB, la balanza comercial y balanza de pagos era estable. Todavía creía en los gurús de Wall Street, la literatura moderna ridiculizada por Tom Wolfe. En el camino se estacionó en Ecuador, en Ambato, con un par de zapatos y muchos vestidos, sobre todo de color blanco. Le atraía el color blanco. Le atraía la vida. Pero poco soportó esa ciudad fría amenazada los 365 días del año por el volcán Tungurahua.
En Quito buscó un lugar para vivir; la oferta se reducía a tugurios y buhardillas. Colchones tras colchones con baños compartidos hasta que halló un lugar por el El Bosque, era su vecina, con un ventanal que le permitía contemplar la ciudad en las mañanas, a veces con neblina a veces con sol. Una ciudad alargada y absurda. Solo quería conquistar su reino, como Tagore.
En la mañana la recogió cerca del centro comercial El Bosque y bajaron hasta Frida, una bar de moda en La Floresta donde solo se comen tacos y se bebe tequila. <<Por qué dejaste el periodismo>>, dijo él. <<Yo no lo he dejado, digamos que ahora en Venezuela solo puedes ser relacionador público. No hay lugar para preguntas incómodas. Una de mis últimas entrevistas fue con un alcalde chavista. Yo me orinaba del susto>>, dijo ella. <<El miedo mueve al mundo>>, dijo él.
Su novio en Caracas. si así se le podía llamar, era una persona mucho mayor que ella; le financió los estudios y por eso le abrió su mundo y el de su familia, hasta que escuchó un click cuando estaban en un motel. Pronto descubrió una cámara y se fue. Nunca más volvió a responder sus llamadas. Y pronto vio sus fotos y videos en la intimidad circulando por las redes sociales, con etiquetas a su familia y sus amigos. La depresión fue tan fuerte que solo pudo llorar. Fueron días y noches de llanto. Hasta que dijo no más y decidió huir del infierno llamado chavismo.
Tras el tercer tequila y tres tacos fueron hasta la Foch. Su pelo rizado a veces ocultaba su rostro, el viento lo descubría. Caminaron ebrios por esa plaza, agarrados de la mano, como si en el mundo no existiera nada más, como si Berkley tuviera razón. Cómo si todo fuera producto de la imaginación de ellos. La felicidad debía ser así. Un mundo de fantasmas donde la realidad es de dos personas.
Nunca supo cómo llegó a su casa. En su memoria aparecieron flashes de ella bailando, desnudándose y él buscando su clítoris, sus senos, su pubis, su espalda...
<<Quieres desayunar>>, preguntó. Nada, solo el silencio. Por alguna extraña razón recordó haberle hablado del judo, el jiujitsu, la lucha libre, el karate Nisei Goju Ryu y del Marqués de Sade. De las noches de Sodoma y Gomorra, de Justine o Juliete, de esa idea de llevar el sexo al extremo del ahorcamiento para comprimir las arterias carótidas.
<<Los degenerados, le dijo, creían que esa técnica provocaba sensaciones eróticas de gran voluptuosidad, tal vez debido a la observación del líquido espermático en las ropas o en el suelo y al estado de semierección en que queda a menudo el pene de los ahorcados>>. El silencio era perturbador. La volteó lentamente y vio su rostro azulado, como si la sangre hubiera perdido su oxígeno. Por la ventana contempló el cielo, cómo se ocultaba el sol.