Érase una vez que era

 


Desde Berlín llamó a Beatriz para decirle que había llegado y que en unos quince días estaría en Frankfurt, viajaba desde Münich. Eran los días en los que la gente todavía hablaba por teléfono convencional en un mundo ya dominado por Facebook. Nunca se preocupaba por guardar su agenda de contactos y cuando perdía algún teléfono siempre comenzaba desde cero. Era como comenzar una nueva vida. Google todavía no permitía el almacenamiento en la nube y si lo permitía no le interesaba. Ese fue su gran pretexto para desaparecerse. No tenía la agenda. Cuando a veces aparecía por la casa de Anita ella siempre se ponía a llorar y le reclamaba por ver más a Beatriz que a él, pese a que vivía en Quito.

Esa noche, frente a los estudios de Universal, entre Berlín Oriental y Occidental, comenzó su eterna borrachera. Fue una carrera contra él. <<Estoy asistiendo al suicidio más caro de la historia>>, le dijo alguna vez su amiga Ana Sofía, años después en una de sus tantas borracheras. Comenzaron a hacerse grandes amigos de la nada, entre pelea y pelea, entre gritos amables, con el tintico y el aguardientico en la mesa y unas fritangas. Le acompañó en muchas de sus depresiones, demasiadas, al igual que Lucía.

Cuando llegó al hotel Elefante en Weimar se imaginó los días y las noches que Thomas Mann había pasado ahí recreando la vida de Goethe, Las penurias del joven Werter y su estratagema para la venganza. Thomas Mann fue la espada del arcángel Gabriel, no la de Miguel disfrazada de odio en la Biblia, para vengar el desamor de la juventud de Goethe. Y su venganza habría sido magistral de no ser por el último capítulo de Carlota en Weimar. Habría sido suficiente con su imagen presidiendo la mesa completamente borracho. Había llegado el día del cumpleaños de Goethe y ahí estaba él con Schiller, inmortalizado en una estatua con unos centímetros más que Schiller. Esa noche Juan se emborrachó con todo el vino que pudiera beber y a la mañana siguiente caminó por esas calles angostas, el río Ilm, al pie de la montaña Ettersberg, al norte del bosque de Turingia. En Hamburgo fue a comer con Rocío y ahí se enteró de su vida. Hablaron toda la noche sobre los tiempos idos, sobre los recuerdos, sobre el perro que le acompañaba por el barrio lleno de bajadas y subidas y de su alejamiento. Se había alejado de la pandilla que formaron con Beatriz de la noche a la mañana. Fueron los años en los que su vida se refugiaba en sus héroes literarios. <<Yo quiero saber lo que piensa Juan, no Borges>>, le decía Ana Lucía, su amiga diletante, amante del buen vino y la buena cocina. De los perros y los gatos y de las plantas y los higos.

La volvió a ver días después en Frankfurt, llegó de Hamburgo en un largo viaje de seis horas, el mismo que haría Juan años después para visitarla en Bremen. Beatriz, que ya experimentaba con la cosmetología, había adecuado el sótano para una sala de karaoke, ese extraño gusto de la gente de cantar en la ducha trasladada a las áreas sociales. Esa noche corrieron los cocteles como agua. Beatriz y Rocío con la música ecuatoriana de fondo. Las voces fueron cambiando. Mientras Kai hacía de barman. Con Rocío fue a explorar el Kaufland, su lugar favorito en Alemania.

<<Érase una vez que era, una casa de adobe con olor a pescado frito y maduro asado, choclos tiernos desgranados con una escrupulosidad de relojería artesanal, con un gran patio y una piedra de lavar cuyo estanque siempre estaba lleno; con cordeles donde se tendía la ropa heredada de generación en generación; donde los hombres jugaban a ser los amos del universo y las mujeres les dejaban que sigan jugando para que pudieran entretenerse en algo>>. Eso tecleó en la computadora al volver a Quito antes de salir a comprar un cuarto de pollo en un asadero de su nuevo barrio, Cuando iba de salida cuatro tipos entraron al restaurante con pistolas en mano. <<Al suelo todos>>, gritó uno. <<No me mires>>, le dijo otro al golpearle en la cara. Sacaron a todos sus billeteras, vaciaron la caja y se fueron. Juan se levantó, recogió su bolsa con el pollo que estaba en la caja y salió. Quito tenía un cielo azul, una ciudad donde toda tragedia termina siendo una oportunidad. Y ahí fue donde comenzó a imaginar su fin. El famoso The end que siempre veía en las películas de vaqueros, en los años en los que se podía ir al cine sin miedo a una leve tos de caulquier desconocido.

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