El viaje a La Mariscal
Lorena, su compañera de la
Universidad con la que se iba a casar, la preferida de sus hermanas, sobre todo
de Beatriz y Graciela y Jacinto y Milton había llegado a su casa con dos amigos
en plena pandemia. No sabía cómo había conseguido su dirección. Los dejó pasar
y comenzaron a vaciarse todas las botellas de whisky del bar y cuando se acabó
alguien propuso ir a buscar más licor. Casi anochecía. <<Vamos, pero yo
no manejo, va contra mi religión manejar con tragos encima>>, dijo Juan. Bajaron
hasta La Mariscal y la persona que manejaba detuvo el carro en la avenida
Amazonas y Washington, en sentido sur norte, algo anómalo. Después de unos minutos, un batallón de policías avanzaba por la avenida
Amazonas en sentido norte sur. <<Hay toque de queda>>, dijo quien
manejaba y salió corriendo dejando la puerta del carro abierta, cuando
intentamos salir uno de los policías gritó ¡alto ahí! <<¿Dónde está su
salvoconducto>>, preguntó. Juan recuperó la sobriedad e igual no supo qué
responder. Quedó impávido. Fueron conducidos a un sitio abierto para los violadores
del toque de queda. Tenía un gran comedor y decenas de policías caminaban de un
lugar para otro. Juan buscó su teléfono móvil e intentó buscar el número de
Graciela. La pantalla se oscurecía ni bien intentaba acercarse para ver el
número. Necesito lentes, se dijo e intentó encender la lámpara del teléfono. La lámpara hacía un efecto de
contraluz que nada le dejaba ver. También intentó buscar el teléfono de Ramiro,
el esposo de Susana y nada. Hasta que vio a alguien que lo miraba fijamente. <<Nos
conocemos>>, preguntó. <<Claro, no ve que yo trabajaba en el
diario. Y usted, ¿qué hace aquí>>, preguntó Juan. Pues aquí me pusieron en
el lugar de los violadores de la ley seca y del toque de queda>>, dijo. <<¿Por qué nadie lleva mascarilla? ¿Inmunidad de rebaño? Puede
ayudarme. Ya sé que fue una estupidez lo que hicimos. No me di cuenta del toque
de queda>>, dijo Juan. A su alrededor un montón de personas permanecía con los brazos caídos, como si todos ya no esperaran nada de la vida o como si fueran
rescatistas después de asistir a una gran tragedia. <<Voy a hablar con el
teniente a cargo>>, le dijo. Pasaron los minutos y Lorena estaba
a sus espaldas llorando. Cuando vio a varios policías pasar al comedor se
acercó a la puerta. La persona que lo iba a ayudar permanecía sentada en la
mesa hablando con un oficial. Le hizo señas para decirle que esperara. El lugar
era como una gran nave espacial, con grandes ventanales. Desde la puerta del
comedor contempló algo parecido al East River, en el estrecho de Long Island. Estaba
en Nueva York y buscó el teléfono para registrar pruebas gráficas de que había
llegado a Nueva York. Subió unas gradas a toda prisa y Lorena corría detrás de
él llorando. La puerta que daba a una especie de proa estaba bloqueada por dos
hombres que hablaban un lenguaje extraño. Ante las súplicas de Lorena bajó de
la proa. Buscó en sus bolsillos su cartera, porque si le soltaban debería
buscar un taxi y no la halló por ninguna parte. En la mesa donde estaba
intentando llamar a Graciela estaba su cartera. La revisó y faltaba una tarjeta
de crédito, pensó que la había olvidado en alguna tienda. Nadie se roba solo
una tarjeta de crédito. Y después comenzó a pensar qué había comprado ese día. Fue detenido en pleno centro de Quito y estaba en Nueva York, algo raro pasaba. Nada. <<Ya sé, estoy soñando>>, gritó en voz alta y despertó. La ventana estaba abierta y el sol golpeaba de lleno en sus ojos. Un ruido seco
sonó en la pared. Sus vecinos, al parecer, demolían su casa para hacer otra. Se levantó y corrió la cortina. <<Verás
Juanito, piensa bien lo que vas a escribir>>, decía un mensaje de
Graciela en su teléfono. Rocío le había enviado unas fotos de Liz en su primer día de
kindergarten, con su mochila en la espalda. Los casos de coronavirus se multiplicaban en España. Las fronteras con Colombia estaban a punto de abrirse. Crucita anunciaba que iba a recibir visitantes ese fin de semana. En Quito no pasaba nada, mientras Guayaquil hacía de todo para reactivar la economía.
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Nada, tú estás loco –dijo Marbelys.
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Supongo que eso me ha permitido
sobrevivir como los gatos del señor Balthus. ¿Quieres un Jagger? Yo no sé qué
le ven a ese trago dulzón, en todo caso para el desayuno prefiero el Campari o
el Baileys. ¿No sé quién me enseñó a beber Baileys, Beatriz o María Teresa? Esos años en los que podías salir decentemente a una cafetería y desayunar una mimosa con un croissant y algo de camembert. Civilización es que le llamaba la humanidad antes de la pandemia.
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¿No queda mejor unas arepitas con huevo
frito o unas ayacas con café negro?
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¿Qué te diré? Para eso mejor unos mejillones a la romana y pan tostado, con la mitad de una cabeza de ajo sobre la sartén para que absorba su aroma.
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¿Y en verdad te ibas a casar?
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Todo el mundo tiene sus malos momentos.
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Lo que no entiendo quién es la bruja de
la película.
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Todas. Les juntas en una mesa y todas
están felices por el rencuentro bebiendo mojitos y compartiendo sus fotos, las menos comprometedoras. De eso me di cuenta en el viaje que hicimos con Graciela y Rocío a Guaranda. Y en cuestión de minutos u horas alguien está
manejando de regreso a casa, llorando. O dejan de hablarse mientras los demás
cantan y dicen en el lenguaje de señas, ¿ya ves a tu hermana?