El asesinato
Chazojuan es una comunidad de casas de madera de dos pisos
con amplios zaguanes donde siempre hay una mesa con bancas alargadas o alguna
mecedora. En las madrugadas hace mucho frío y las noches comienzan después del atardecer. En la madrugada casi todos los fogones están encendidos para el
desayuno y la tonga de los encargados de ir a pastorear el ganado. Está rodeada
por el bosque protector de Río Blanco con sus arrayanes, cedros, malvas,
palmas, nogales, canelos, guarumos y cascarillas. Su río tiene una poza, el
balneario natural de la zona con clima subtropical helado. Los techos de las
casas son de zinc. Ahí murió su abuela, la mujer que le contaba cuentos cuando
era niño, alrededor de una fogata. Un viaje a Chazojuan desde Camarón parecía
como un viaje desde Quito a Echeandia; había que cruzar ríos, pantanos y montes.
Al menos eso estaba en los recuerdos de su niñez. Parecía un lugar alejado de
la realidad. Era el sitio de encuentro de su familia en Carnaval, cada quien
ensayaba con sus guitarras las coplas, sobre todo si alguien había sido
designado prioste. <<Nunca más vuelvo a Chazojuan en Carnaval>>, le
dijo Graciela alguna vez cuando le contó que había manejado todo el día hasta
Quito con Wilson, Jacinto y demás durmiendo la borrachera. Ahí despertó una
madrugada mientras en la casa de su prima se oían las desentonadas voces
intentando cantar en un karaoke. El karaoke se había convertido en todo un
ritual en su familia, con potentes parlantes. Se levantó a orinar en algún
descampado y volvió al auto para intentar seguir durmiendo. Antes de amanecer
Graciela y Beatriz tocaron la puerta para que les acompañara a ver la leche
recién ordeñada. El olor de las madrugadas de su infancia. En los montes las
vacas pastaban. <<Algún día voy a venir acá y decir, ven hasta allá,
hasta donde alcanzan a ver sus ojos, esa tierra es mía>>, dijo Beatriz. Y
así iba la conversación de la mañana hasta que se encunetó antes de llegar al
potrero donde estaban las vacas. <<Diablos>>, dijo Juan. El seguro
de seguro no llegaría hasta ahí con una grúa. En cinco minutos llegó una
camioneta con varios de sus primos y en otros cinco minutos sacaron el carro
solo con la fuerza de sus brazos. De vuelta en la casa de su prima le
anunciaron que el plato del día sería fritada. Un chancho se paseaba por el
patio, mientras el fogón se iba calentando. Después comenzó el ritual, el
chancho era acorralado, entre cuatro personas hasta ser levantado de cara al ritual y alguien clavaba
el puñal en su corazón; cuando dejaba de chillar como un demonio significaba
que había muerto. El soplete se encendía y toda su piel era carbonizada para
después borrar las huellas del fuego. Con las vísceras afuera estaba listo para ser colgado y
comenzar a llevar su carne a una gran paila con ajo, agua y especias.
Si alguien no pasaba por Chazojuan no podía ser de la
familia. Por ahí pasó Kai, Torsten y Simon. Chazojuan y el Pájaro azul eran las
pruebas de fuego. Simon había llorado cuando le iban a preparar un caldo de
gallina, solo por ver cómo mataban a la gallina, destrozándole el cuello con las manos. Torsten
había disfrutado del Pájaro azul, lo que más recordaba de Ecuador según le
contó cuando en una noche con aroma a whisky ahumado planearon abrir una ruta
del crimen entre América Latina y Europa. Y Kai era el políticamente correcto
después de haber pasado un mes intentando cortejar a Beatriz. Era el esposo
ideal, el sobrio. Solo bebía con Wilson. Al parecer, en Quito vivió sus
primeras grandes borracheras y los desmanes de la familia.
<<Naaaa, no digas nada>>, le dijo Beatriz cuando
iban camino a un shooping. <<No vine de compras>>, le dijo Juan.
<<A mí tampoco me gusta el shopping. Yo solo compro lo que necesito. ¿Podemos
pasar por Adidas? Simon necesita unas sandalias>>, dijo Cristina. Decenas de personas
caminaban por estrechos senderos, con luces de Navidad por todos lados, era la
última Navidad antes de la pandemia. Juan fue el único que salió con un montón
de bolsas de compras. Entraba en una tienda y si se quedaba viendo algo Beatriz
le preguntaba: <<¿Te gusta? Entonces cómpralo>>. Ana Lucía, su amiga de Quito, siempre
le decía que la única forma de salir de una depresión era ir a shooping. Esa vez no iba deprimido, solo
deseaba conversar para a su regreso viajar a Montañita. Y eso hizo en parte, la
pandemia le arruinó la segunda parte. Un virus no le iba a matar. <<¿Qué
quieres tomar. Acá no hay nada de licor>>, le dijo Beatriz. <<Un irish coffe, con más whisky que
café>>, respondió. Por la ventana contempló a la gente caminar de un
lugar a otro con bolsas llenas en sus manos, sin mascarillas. <<Ya te
reservé el viaje a Bremen, vas a ir con Maribel. Ahora está en Brasil
despidiéndose de su pasado, pero llega el domingo>>, le dijo Beatriz.
<<Puedes decirle que me traiga unas tangas brasileiras>>, dijo
Juan. <<Para qué>>, preguntó. <<Para una amiga>>, dijo Juan. Le
escribió por WhatsApp y Maribel le respondió que necesitaba la foto de la
susodicha para ver con qué tipo de tangas le combinaba mejor. <<Mejor si
deja de ser chismosa>>, dijo Juan. Cristina y Maribel eran como polos
opuestos, aunque en el fondo eran las mismas conservadoras con ganas de
escandalizar. Cuando se fijaban una meta la cumplían, así sea la última cosa
que hicieran en su vida. No había nadie a su alrededor en su camino.
-
Yo
creo que tus historias tienen solo el 0,1 por ciento de realidad y el 99,9 por
ciento de ficción –le dijo Marbelys.
-
Tienes
razón, cuando escribes historias ya no sabes dónde termina la realidad y donde
comienza la ficción. Son muy pocos los que pueden convertir el 0,1 por ciento
de realidad en el 99,9 por ciento en ficción –le dijo Juan.
-
¿Y
sigues sufriendo?
-
¿Por
quién?
-
No
sé, pero siempre sufres por alguien o por algo, como algo absolutamente humano,
el que te sirvan un cuba libre sin coca cola por ejemplo.
-
Pareces
un morelio.
-
Tal
vez un Funes el memorioso.
-
¿De
qué hablas Juan?
-
¿Y alguna
vez te dije que te amo?
-
Necesito
otro Jagger. ¿Por qué no volviste a mi fiesta de cumpleaños?
-
Tal
vez por miedo, por miedo a enamorarme.