Creed
El despertar le recordó un amanecer en Tokio y sus rituales, la bicicleta en el parqueadero y los desayunos excesivamente caros. Cuando volvió a Quito se prometió que nunca más pagaría por un desayuno más de cinco dólares y lo cumplió; llenó su bar con botellas de Campari y el desayuno le salía por menos de un dólar, solo si desayunaba una vez en el día.
Volver de una huida nunca nos hace valientes, pero si menos cobardes, se dijo. La vez que fue a Tokio en realidad buscaba seguir los pasos de Einstein y su intenso amor correspondido por Japón, desde aquel 17 de noviembre de 1922 cuando llegó a sus costas, luego de embarcarse en una travesía desde Marsella, cual Coldplay en Jordania.
Nunca hubo un auditorio vacío, tal vez porque en el país se había enraizado un culto por la limpieza. Por la pureza, por eso que predicaba Einstein, la física pura, la teoría de las cuerdas que nunca alcanzó a desarrollar. Y él estaba ahí, sentado frente a una botella de whisky mirando el vacío, la nada. Tratando de entender el sentido de la limpieza del cuerpo y su entorno hasta que escuchó esa frase que se quedaría grabada en su memoria, para siempre.
<<Todos, a la limpieza de hoy. Las líneas uno y dos limpiarán el aula. Las líneas tres y cuatro, el pasillo y las escaleras. La línea cinco limpiará los inodoros>>.
No hay papeleras, ni barrenderos, le dijo esa noche, después de terminar los desayunos de un mes. Y ella comenzó a hablar de Creed, ese perfume que según la propaganda fue diseñado para el hombre independiente e individualista que quiere exprimir la vida al máximo. Entonces supo que ella le era infiel entre las frutas más frescas y dulces, como las grosellas, la manzana, la piña, el pachulí, la roa y el jazmín de Marruecos. El almizcle, el ámbar y la vainilla.
Te felicito, le dijo y se fue.