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Mostrando entradas de mayo, 2020

La madera de gofer

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El día que llamaron a la casa para anunciar la muerte de su papá, él estaba en la calle jugando tiro al blanco  con sus vecinos;  unos negros que le parecían gigantes, por quienes abandonó a sus hermanas de juegos infantiles;  esas estrellas Ninja que debían ayudar a salvar vidas iban y venían por el aire como truenos. El patriarca de la casa de sus vecinos era un negro robusto que siempre vestía con chaleco y acordeón.  La música para toda la descendencia compuesta por diferentes ramas, a veces indistinguibles, como la de Noé, su esposa, sus tres hijos Sem, Cam y Jafet y sus esposas. La música y la Biblia, los descendientes del gran diluvio creado por Dios para destruir a los descendientes pecaminosos de Adán y Eva; los salvados por un arca grande hecha de madera de gofer. La historia desconocida del Génesis.  Por mucho tiempo también fue su familia. Uno de los más grandes fue su profesor de ajedrez, de mañanas interminables de estratagemas para ir contra la reina, sentados en la acer

Sin salida

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Cuando volvió a Guayaquil supo que debía marcharse de Quito para siempre. No estaba dispuesto a soportar más muertes. Después del cortejo fúnebre de su madre, su recuerdo más nítido era de él de la mano de su padre agarrando la suya, mientras caminaba desde la avenida Diez de Agosto, por la calle Antonio Ante, hasta la calle Vargas. El olor del pan de la mañana. Él le abría paso a un mundo desconocido. Su salto a la adolescencia, a esa adolescencia que nunca entendió, llena de preguntas sin responder. A ese adolescente de Fedor Destoievski que le obligaron a leer cuando tenía seis años de edad. Lo leyó encerrado en un cuarto de paredes de adobe. Los nombres se repetían, solo años después entendería la lógica de la literatura rusa sobre los nombres. Un nombre es cien nombres, cien personas es un mismo personaje con el don de la ubicuidad. A su mente no llegó ningún recuerdo de alguien llevándolo a la escuela. Tal vez fue una de sus hermanas o su madre. No tenía claro eso en su mente.

El cortejo fúnebre

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Un gran cortejo fúnebre se abrió en esas empinadas calles de un barrio de calles con nombres llenos de homenajes a los montes y volcanes de los andes ecuatorianos. Creció en un volcán, el de la cordillera occidental norte, al sur de Quito. La procesión tenía olor a fiesta porque la muerte estaba asociada con una semana de vacaciones en la escuela. La casa se fue llenando de gente que iba y venía alrededor de un féretro. Con Rocío y Beatriz deambularon por los patios, mientras gente adusta se contemplaba. No recordaba haber visto a su papá. El féretro fue un gran misterio. Todos se acercaban a ver una caja de madera. Había comida, bebida y caras tristes. La imagen no se le ha borrado con los años. En los días siguientes halló un perro en la calle, cuando el frío en la ciudad soplaba de este a oeste, de sur a norte. El perro lo seguía a todas partes. En la tienda de la esquina ya no le miraban como el delincuente que intentó robar un guineo y que les costó la más grandiosa tunda d

El prolegómeno

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Era la madrugada cuando salió de casa. El sonido de las vigas de las escaleras de madera, la cocina de leña grande, tan grande como el comedor para albergar visitas que nunca conoció se fueron acumulando como imágenes de una galería de Instagram. Las fábulas modernas. Fue la primera vez que salió de casa. La primera y la única vez. Nunca volvió. En la carretera había que esperar un bus destartalado con destino a Echeandía. Era una chiva. Solo se escuchaba el sonido del río y los gallos anunciando un nuevo día. El río que en tiempos de lluvias se volvía gigante, mucho más gigante que el de las aguas separadas por Moisés para hacer pasar al pueblo elegido hasta tierras ignotas e inaccesibles al entendimiento humano. Tierras de mandamientos imposibles de cumplir.  El chongo antes de cruzar el puente con luces intermitentes de luciérnagas voraces. Volvería ahí mucho tiempo después, en sus días de vacaciones, a sentarse a contemplar desde las sombras de las ramas de algún cafetal mujeres se

Un mal día

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  Vienen por m í los fantasmas, gritó Ernesto, en un arrebato de furia. Estaba sentado en su cama, entre los montones de cartones que guardaban ropa, libros, revistas, periódicos, atlas, cuadernos con notas de sus viajes, una costumbre aprendida de Kerouac y sus esbozos. Esa era su vida. Ahora estaba mudándose harto del chantaje de su casera que llegaba a anunciarle el incremento del arriendo sin piedad con el cuento de que era discreta y nunca le contaría nada a su novia sobre la vida licenciosa que llevaba. Ahora solo contemplaba el cielo azul. En una nube gris vio dibujada la figura de una mujer. Los fantasmas regresaban a su vida. Desde la muerte de Diana nunca había sentido tanto miedo como en ese momento. Volvió a recostarse entre los cartones para contemplar el cielo azul. Ahora veía un sillón, un gran sillón donde podría descansar eternamente. Estaba demasiado cansado como para pensar en otra cosa que no fuera descansar. Volvió a abrir otro cartón y sacó una botella de whis

El orificio de Enma

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Al abrir los ojos, Gustavo miró el techo de madera. Supuso que todavía estaba dormido porque no tenía ganas de hacer nada. Tantos semanas sin hacer nada o hacer poco le había dejado una sensación de abandono. Esa mañana estaba asustado, porque en pocas horas debía mirar cara a cara al esposo de la negra Carlota, a la que prácticamente había violado hacia dos noches con sus días, empujado por el frenesí que provoca el alcohol. Le había prometido encontrarlo en el Rondín para tomar unos tragos. Las promesas sólo las rompen los cobardes y él no se sentía un cobarde; hace una semana había desbaratado la cara a golpes a un jovenzuelo que se quiso pasar por karateca para no pagar lo que marcaba el taxímetro. <<Hijo de puta>>. Mascó entre dientes esas tres palabras, recordando cómo le partió el rostro de un puñetazo, cuando se le quiso abalanzar encima con un palo hallado en la calle. Nadie más despreciable que una persona que se niega a pagar lo que marca el ta