El orificio de Enma






Al abrir los ojos, Gustavo miró el techo de madera. Supuso que todavía estaba dormido porque no tenía ganas de hacer nada. Tantos semanas sin hacer nada o hacer poco le había dejado una sensación de abandono. Esa mañana estaba asustado, porque en pocas horas debía mirar cara a cara al esposo de la negra Carlota, a la que prácticamente había violado hacia dos noches con sus días, empujado por el frenesí que provoca el alcohol.

Le había prometido encontrarlo en el Rondín para tomar unos tragos. Las promesas sólo las rompen los cobardes y él no se sentía un cobarde; hace una semana había desbaratado la cara a golpes a un jovenzuelo que se quiso pasar por karateca para no pagar lo que marcaba el taxímetro.

<<Hijo de puta>>. Mascó entre dientes esas tres palabras, recordando cómo le partió el rostro de un puñetazo, cuando se le quiso abalanzar encima con un palo hallado en la calle. Nadie más despreciable que una persona que se niega a pagar lo que marca el taxímetro, se dijo; debió enfrentar una demanda por agresiones en el Juzgado Decimocuarto de lo Penal de Pichincha, y con el pago de los honorarios al abogado quedó en soletas, mendigando dinero y licor entre los amigos.

Gustavo se levantó de un brinco y flexionó su cuerpo como si estuviera dispuesto a correr los cien metros planos. Fue al rincón del segundo cuarto que utilizaba como cocina y agarró un pan, que se lo pasó con un vaso de coca cola. Su desayuno.

La pantaloneta se le comenzó a hinchar al recordar a la negra Carlota. Con la mano izquierda le agarró las nalgas y con la derecha le metió un billete de los grandes en el sostén. Se dejó por las buenas, pero luego dijo que le contaría todo a su marido. La maldita confianza, se dijo. Es violación cuando es fuera de trabajo, le dijo ella. En el periódico en el que estaba envuelto el pan leyó la caricatura de Olafo. Algo bueno debía pasarle en el día. Eso pensó cuando sonó el teléfono.

-        Mijito, ¿cómo estás? –preguntó con un tono casi amable.
-        Papi, ¿estas borracho? –replicó el hijo.
-        No mijito, papi ya no toma –respondió Gustavo, al observar la foto de su ex esposa con su traje de novia, saliendo de la iglesia de Santa Teresita, cuando sus amigos entonaban epitalamios gozosos.

El niño le dijo que necesitaba unos cuadernos para dibujar a los amigos de Porky y su mamá no tenía plata. <<La muy hija de su madre>>, masculló, mientras se acostaba de nuevo con el control remoto de la televisión en su mano. Había un partido de fútbol que logró conciliarle el sueño nuevamente. Estaba en una iglesia velando el cadáver de su padre, que más allá, de pie, velaba, el cadáver de su abuelo, que, a su vez, velaba el cadáver de su padre, y cuando no pudo ver más allá se despertó. Miró el reloj. Había dormido más de tres horas.

Con una toalla mojada se lavó las axilas, se cepilló los dientes y se lavó la cara con la fina capa de jabón Rexona que aún quedaba. Luego sacó los restos de pelo pegados en la peinilla, elocuente indicio de que los años pasaban implacablemente. Se arregló su corte militar algo crecido. En el taxi encontró el Extra del día anterior y al ver a la mujer desnuda de la primera página tuvo ganas de visitar el prostíbulo de La Prensa, donde de seguro estaría la negra Carlota. No se equivocó.

Gustavo llegó justo cuando la negra Carlota se metía el pico de una botella de cerveza, cubierta con un condón, en su vagina. Al terminar el show quiso comprar una ficha para irse con ella, pero le dijo que se vaya a la mierda. Intentó seguirla hasta que un negro de dos metros le atajó en el camino.

Estaba tan emperrado que si hubiera tenido un arma en sus manos habría terminado vaciando el cargador en los cuerpos de todos los guardias. Encendió el taxi y regresó a su casa a buscar su pistola calibre .25, marca Astra, de fabricación española, comprada a un cachinero del mercado Arenas. Se la metió en la parte de atrás del pantalón y salió nuevamente a la calle.

Conducir por las calles de Quito siempre le había producido un cansancio extremo y esa vez no era la excepción. Llegó al puesto de su cooperativa en la avenida América y halló a dos de sus compañeros comiendo encebollados y bebiendo dos Pilsener. Esa era la normalidad a la que volvieron tras una pandemia que puso de rodillas a la humanidad y que aniquiló imperios, excepto los del sexo, el licor y las drogas.

Sus compañeros que eran de confianza comenzaron a reír. <<No frieguen>>, siguió en tono de queja, después de apurar el primer sorbo de cerveza. <<No me gusta hablar de las miserias de los demás, pero qué perra vida. Tal vez estábamos mejor aislados, cuando fingíamos ser humanos>>, dijo Gustavo. Se acabaron las botellas. Nadie quiso comprar más. Gustavo no deseaba beber y todavía tenía en su boca el aliento de la resaca. Uno de sus amigos fue apresurado por un cliente que esperaba junto a su carro, el otro fue apurado por el estómago al baño. Gustavo se quedó solo frente a una mesa llena de platos sucios. Una anciana se subía en su taxi y se levantó con desgano.

Los perros ladraban en las noches de luna llena. Era lo único que recordaba de su infancia y ese recuerdo le llegó fugaz cuando atropelló a un perro que cruzó la Panamericana Norte con muy mala suerte. La anciana, que iba a Carapungo, soltó unos cuantos insultos, le dijo que taxista debía ser y que cómo era posible que mataran animales indefensos, mientras los animales peligrosos seguían con vida. Gustavo frenó a raya a la altura del parque de Los Recuerdos y le dijo: <<Servida señora>>, mirándola con una furia contenida desde la mañana. <<Imbécil>>, gritó la anciana al salir del taxi dando un portazo. <<Vieja hija de puta>>, gritó Gustavo disfrutando cada sílaba y arrancó. Por el espejo retrovisor pudo ver en el asiento un libro olvidado por la anciana y comenzó a reír como si hubiera escuchado un chiste al marido de la negra Carlota.

Ya era tarde y se fue al Rondín, donde las borracheras nacían y se terminaban tan naturalmente con el sátiro en el piso o arrimado a una mesa. Ahí ya estaba el marido de la negra Carlota, contando chistes a tres jovenzuelos asiduos del lugar, que robaban en la noche a los borrachos.

<<Un anciano estaba en la ducha, cuando de pronto siente que su verga está bien parada y comienza a llamar a gritos a su mujer. Ella entra a la ducha apurada y al ver tremenda sorpresa comienza a quitarse la ropa, y el viejo desesperado le grita: No, no deja eso, trae la cámara>>. En el Rondín se escuchó una risotada general.

<<Hijo de puta, con que te has querido culear a mi negra>>, le dijo ni bien le vio entrar, en medio de la algarabía. <<Sí, y la muy puta no se dejó>>, respondió. <<No seas pendejo, debiste pagarme a mí y te la ponía en cuatro>>, volvió a gritar el marido de la negra Carlota. Todos prorrumpieron en otra carcajada.

Gustavo se integró a la mesa para contar lo que había pasado cuando casi violó  a la negra Carlota. Terminada la primera botella de aguardiente anisado, de la que apenas bebió dos vasos, marchose del sitio antes de que la embriaguez tendiera su manto sobre esas cabezas. Del asiento trasero del taxi, Gustavo recogió el libro abierto en una página, que había dejado la anciana en su desesperación por salir del carro, y leyó:

SHAKESPEARE
HAMLET
COLECCION LITERARIA SOPENA

Encendió la luz del interior del carro y se interesó por saber que estaba leyendo la anciana cuando atropelló al perro. Estaba escrito en forma de verso y con letras bastante negras se leían los nombres de Ofelia, Laertes, Polonio, Laertes, Polonio, Laertes, Ofelia, Laertes, Polonio, Ofelia. Supuso que se trataba de una obra de teatro y comenzó a leer esas dos páginas. El pasaje que más le llamó la atención fue el guión acreditado a Polonio.

Pasó al volante y manejó hasta Miraflores para tomar la avenida Occidental, salir por los Dos Puentes al Tejar, pasar los túneles de San Diego y llegar al sur de la ciudad. Las luces de la casa de su ex esposa estaban encendidas. En el primer piso vivían sus ex suegros, el segundo lo tenían arrendado y en un pequeño departamento construido en la terraza vivía su ex esposa y sus dos hijos. Después de pitar diez minutos pudo ver la cabeza de su hija asomándose por la terraza. Le lanzó una llave.

<<Desgraciado>>, le dijo su ex esposa al verlo entrar. En ese momento estaba limpiando la casa con la ayuda de sus hijos. <<Mierda, cuando aprenderás a dejar de alborotar delante de los niños>>, respondió. Los niños salieron del cuarto, la mayor sacó al más pequeño a la terraza.

-        Maricón, sólo eres un maricón –le  dijo ella.
-        Deja de compadecerte, viviste con un maricón toda tu vida.
-        Un marica que ni siquiera puede convencer a una puta que se vaya a la cama con él.
-        Estás enferma.
-        El enfermo eres vos maricón. Querer violar a una puta, eso es enfermedad.
-        Es sanidad.
-        Hijo de puta, eso es lo único que eres, un hijo de puta maricón.
-        Y qué mierda eres vos. Qué mierda.

Gustavo sacó su pistola y apuntó a la cabeza. Ella le dijo dispara si eres hombre y él salió a la terraza, abrazó al más pequeño y volvió a entrar, después de acariciar la cabeza de su hija que miraba el taxi. La discusión continuó. Ella siguió diciéndole maricón, maricón, maricón. Gustavo rastrilló la pistola, se acercó hasta la cama donde planchaba la ropa de los niños y disparó.

La Policía dijo en su informe que el cadáver de la mujer medía 1,59 metros y su edad aproximada era de 36 años. En el funeral, los niños vieron los labios pálidos de Enma; el orificio que hacía un túnel por su pulmón fue cubierto con un vestido beige. Gustavo había desaparecido en su taxi luego de espiar todo el ajetreo desde la esquina de esa casa.

La Policía lo sacó, meses después, del cuarto de la negra Carlota. Al revisar el vehículo, uno de los uniformados halló la pistola en la gaveta, junto a un libro de Shakespeare, según constó en el informe, con una página arrancada en la que estaba subrayada una frase atribuida a un tal Polonio:

Contigo sé leal.

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