El cortejo fúnebre



Un gran cortejo fúnebre se abrió en esas empinadas calles de un barrio de calles con nombres llenos de homenajes a los montes y volcanes de los andes ecuatorianos. Creció en un volcán, el de la cordillera occidental norte, al sur de Quito. La procesión tenía olor a fiesta porque la muerte estaba asociada con una semana de vacaciones en la escuela. La casa se fue llenando de gente que iba y venía alrededor de un féretro. Con Rocío y Beatriz deambularon por los patios, mientras gente adusta se contemplaba. No recordaba haber visto a su papá. El féretro fue un gran misterio. Todos se acercaban a ver una caja de madera. Había comida, bebida y caras tristes. La imagen no se le ha borrado con los años. En los días siguientes halló un perro en la calle, cuando el frío en la ciudad soplaba de este a oeste, de sur a norte. El perro lo seguía a todas partes. En la tienda de la esquina ya no le miraban como el delincuente que intentó robar un guineo y que les costó la más grandiosa tunda de la mujer que vio en el féretro. Su rostro era adusto. Era el rostro más hermoso que había visto en su vida. Y había visto muchas mujeres, demasiadas. Sus cejas eran perfectas, sus pómulos dibujaban un rostro que le había acompañado toda su vida. Ese momento, él frente al féretro, marcó el antes y después de su vida.

El perro lo siguió por esa calle empinada y nunca más se volvió a separar. Era su compañero de vida. Caminaba con él, le guiaba su vida con paletó de por medio. Lo acompañó en ese amor apasionado que sintió por su profesora, por su primera profesora que renunció a la escuela y lo fue a dejar en otro grado lleno de niños bulliciosos y belicosos. Una niña alta y fornida se convirtió en su sombra. Fue su luz. Nadie podía acercarse a él. Así comenzó su vida vagabunda. En medio de un funeral y una fiesta. El cortejo fúnebre que años después vería en Guayaquil, en esa ciudad donde su padrino le tiró las puertas en la cara.

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