Sin salida
Cuando volvió
a Guayaquil supo que debía marcharse de Quito para siempre. No estaba dispuesto
a soportar más muertes. Después del cortejo fúnebre de su madre, su recuerdo
más nítido era de él de la mano de su padre agarrando la suya, mientras caminaba
desde la avenida Diez de Agosto, por la calle Antonio Ante, hasta la calle
Vargas. El olor del pan de la mañana. Él le abría paso a un mundo desconocido.
Su salto a la adolescencia, a esa adolescencia que nunca entendió, llena de
preguntas sin responder. A ese adolescente de Fedor Destoievski que le
obligaron a leer cuando tenía seis años de edad. Lo leyó encerrado en un cuarto
de paredes de adobe. Los nombres se repetían, solo años después entendería la
lógica de la literatura rusa sobre los nombres. Un nombre es cien nombres, cien
personas es un mismo personaje con el don de la ubicuidad.
A su mente no
llegó ningún recuerdo de alguien llevándolo a la escuela. Tal vez fue una de
sus hermanas o su madre. No tenía claro eso en su mente. La suma de sus carácteres
debía debía ser el carácter de ella. La que cuidaba de su esposo y sus hijos
sin oportunidad de haber conocido a ninguna otra pareja en su vida; la que
comenzó a vivir una vida glamourosa en la costura; la que estudiaba y era
cortejada en las noches y llegó a necesitar la protección de su hermano mayor
para evitar el acoso; la que buscaba una profesión en el mundo del maquillaje.
No recordaba quién lo llevó a la escuela, solo el momento en el que cruzó un portón
de metal y vio un pasillo de baldosas blancas y azules con un patio verde y un
cerramiento imposible de traspasar a su edad. Desde su aula siempre miraba ese
cerramiento. Solo recordaba el camino, de subidas y bajadas y subidas. El
camino de la infancia.
El camino de
la calle Antonio Ante era recto, sin bajadas ni subidas. No bajaba al infierno
ni subía al limbo. Permanecía en la tierra. Con un cable en tierra. El tiempo
parecía infinito. Su padre solo miraba al frente. Nunca lo vio mirar atrás en
todo el trayecto hasta llegar al edificio con una imponente escalinata de
acceso, una construcción de estilo neoclásico, con un cuerpo central y cuatro
grandes columnas dóricas para sostener un frontón. Un edificio de tres pisos
con la fachada principal mirando hacia el oriente y dos pabellones, uno al sur,
donde estaba la biblioteca, y otro al norte, rematados también por frontones. Con
un zócalo de piedra andesita.
El brillante
estudiante de escuela pronto se convirtió en un mediocre estudiante de
secundaria. Lo supo el día en que llamaron a su casa para informar que su padre
había muerto sentado en el inodoro del baño, atacado por un paro cardíaco. Ese día debían llamar del colegio para avisar que casi nunca había asistido a clases y estaba a punto de ser expulsado.
-
¿Y por qué te llamaron Juanito? -preguntó ella frente a un bandeja de cangrejos criollos y unas micheladas, ahí
frente al Malecón, de cara a la ría que tantas veces contempló borracho mientras
caminaba hasta llegar a la grada 441 del cerro Santa Ana para buscar un whisky y una humita.
-
Porque mi papa creía que iba a ser
muy inteligente –dijo él. En cierta forma su llegada a la ciudad era también el
inicio de su despedida a su vida de inocencia. Y de ella. Estaba en su Guayaquil.