Un mal día

 


Vienen por mí los fantasmas, gritó Ernesto, en un arrebato de furia. Estaba sentado en su cama, entre los montones de cartones que guardaban ropa, libros, revistas, periódicos, atlas, cuadernos con notas de sus viajes, una costumbre aprendida de Kerouac y sus esbozos. Esa era su vida. Ahora estaba mudándose harto del chantaje de su casera que llegaba a anunciarle el incremento del arriendo sin piedad con el cuento de que era discreta y nunca le contaría nada a su novia sobre la vida licenciosa que llevaba. Ahora solo contemplaba el cielo azul. En una nube gris vio dibujada la figura de una mujer. Los fantasmas regresaban a su vida. Desde la muerte de Diana nunca había sentido tanto miedo como en ese momento. Volvió a recostarse entre los cartones para contemplar el cielo azul. Ahora veía un sillón, un gran sillón donde podría descansar eternamente. Estaba demasiado cansado como para pensar en otra cosa que no fuera descansar.

Volvió a abrir otro cartón y sacó una botella de whisky. Un trago antes de partir, se dijo. Sonó el teléfono. Era el de la mudanza para decirle que su camión se había dañado y mejor lo dejaban todo para mañana. Era esclavo de un hombre que debía llevar sus cosas al otro lado de la ciudad. Ya no sólo estaba asustado y era esclavo; también estaba borracho.

Alguien golpeó la puerta. Era su casera para decirle que cuándo mismo se iba porque necesitaba rentar el departamento. Diablos, se dijo al cerrar la puerta. Tenía miedo, era esclavo de un chofer de camión, estaba borracho y ahora lo echaban. Agarró su chaqueta, se mojó la cara y salió a la calle. Fue a ver a un amigo actor que vivía con un gay en un departamento por La Mariscal. Pagaba el arriendo acostándose con él, algunas noches. Lo encontró recostado en una hamaca bebiendo una cerveza. Es vil asesinar, le dijo cuando lo vio entrar. Casi nunca dejaba la puerta con seguro.

En lugar de Shakespeare dame un trago, respondió Ernesto. No tengo nada, replicó. Salieron juntos a buscar una botella de ron.  Regresaron y el actor se sentó en el suelo y dejó la hamaca para su amigo. Golpéame, pidió. Deja de ser maricón, respondió Ernesto. No, es sólo porque esta noche debo representar un monólogo sobre un actor fracasado que habla de arboledas, gobernadores que bailan borrachos, copas de jade, palacios, ríos, puentes y sauces en los que cuelga sus frustraciones. Y eso qué tiene que  ver con los golpes, preguntó Ernesto. El actor debe estar completamente golpeado, sólo alguien así puede hablar de arboledas, dijo. Ernesto se lanzó sobre él para molerlo a golpes.

Después de terminar la botella salieron para ir a refugiarse en una de esas cantinas donde siempre venden cerveza. Esteban pidió además un encebollado, y Ernesto tenía poca hambre así que decidió no comer. El escritor llamó al celular del actor y quedó en ir a ese sitio. Cuando llegó, la mesa estaba casi llena de botellas de cervezas y repartió su primer libro de cuentos que lo iba a presentar esa noche. Tengo que mudarme, gritó Ernesto. Hijosdeputa, el monólogo, gritó el actor, y se levantó de un brinco para salir tambaleándose. Míralo, ni siquiera se puede sostener en pie y quiere ser actor, dijo Ernesto. Eso lo he escuchado en alguna parte, dijo el escritor. Alejandro Magno, dijo Ernesto, cuando vio a su padre borracho; él no quería ser actor, deseaba gobernar. O sea la misma mierda.

El escritor dijo adiós porque quería estar sobrio para la presentación de su libro. Ernesto fue a la rockola y marcó una canción. Se subió en una mesa y comenzó a cantar: reloj no marques las horas, porque tengo que partir. Ella se irá para sieeeeeeeeeeeempre. Y hubiera seguido, de no ser porque alguien le lanzó una botella que estalló contra la pared. Hasta nunca cabrones, dijo al salir corriendo. Cuando ya estaba en un taxi rumbo al norte de la ciudad los meseros se dieron cuenta de que nadie había pagado la cuenta.

Siempre he deseado tener esa increíble capacidad de llorar que tienen las mujeres y me avergüenza ser tan débil y no poder hacerlo, confesó Ernesto al taxista, quien se limitó a mirarlo por el retrovisor. Soy lo que soy. Y soy también lo que fui, siguió Ernesto, mirando de reojo el taxímetro. Creo que al fin entiendo algo de la teología cristiana, he aprendido a responder más que a preguntar, siguió con su retahíla de orador de secundaria. Espero que tenga para pagar la carrera, dijo el taxista al verlo tantear en los bolsillos de los pantalones.

Ernesto sonrió. Tenía miedo, era esclavo de un chofer de camión, estaba borracho, había sido echado por su casera y ahora estaba a punto de ser golpeado por un taxista, porque no tenía nada de dinero para pagar por la carrera. No había escape.


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