Los rieles del tren


 


Cuando abrió los ojos, Liz correteaba por el cuarto para avisarle que ya estaba despierta. Ya había amanecido y el desayuno estaba listo. Juan siempre había desayunado un café y un jugo de naranja. El olor de la naranja cuando es abierta en las mañanas; el olor cítrico le despertaba emociones difíciles de describir, todas relacionadas con su niñez, con ese riachuelo donde una pangora jugaba a aparecer y desaparecer. La naranja siempre sería parte de su vida. La naranja de Echeandía, de esa casa de madera que crujía al subir los escalones, de esa cocina de leña con un largo mesón donde toda su familia creció. Desde la finca había un estrecho camino por el que se bajaba al río, unas aguas agrestes. Desde ahí comenzó a contemplar el amanecer, el correr sin sentido de las aguas en un solo sentido. Heráclito había comprendido el secreto de la vida, de pie en medio de un río. Su mamá despertaba muy temprano para ordeñar la leche del desayuno y los quesos hechos con la nata. Los desayunos que se van como el agua del río, esas aguas tempestuosas. Y la lluvia. Nunca olvidaría esa sensación de ver llover.

Liz se detuvo frente a su cama hasta verlo abrir los ojos y después corrió para que la siguiera. Era la última descendiente de sus hermanas. La mesa estaba servida. <<¿Dónde hay un Kaufland?>>, es lo único que preguntó Juan cuando Rocío le sirvió un desayuno algo anómalo. No había whisky, ni caviar beluga sobre capas de tocino con abundante grasa para apurar el vodka…

Maribel y Rocío hablaban sobre qué hacer durante el día. Salieron a caminar por ese pueblo cerca de Bremen donde todo el mundo respetaba las reglas, el orden, la privacidad, sin grandes muros ni alambradas eléctricas. Liz jugueteaba entre charcos de agua. Y pensó en la posibilidad de tener una familia. ¿Con tantas hermanas para qué?, se dijo. La sobriedad puede ser una mala consejera. Dos veces había estado a punto de casarse y dos veces había huido con elegancia. Sin gritos, ni reclamos.

Esa noche Torsten le compartió un scotch con olor a madera ahumada. Y le mostró su cuarto de armería donde fabricaba las balas para la guerra que se avecinaba contra los zombies. El mundo de zombies que vería dos meses después al regresar al Ecuador. Unos zombies hechos con mascarillas que desconfiaban de la tos del otro, de la vos del otro, de la cercanía del otro. La vida se había convertido en un encierro de mierda y comenzó a pensar en aquella frase de los cuentos de hadas. Érase una vez que era.

-         Y qué era –le preguntó ella.

-         Un mundo feliz.

-         ¿Cómo el de Aldous Huxley?

-         El hombre que se suicida luego de conocer los versos de Shakespeare, luego de entender que la tristeza es posible, que la amabilidad es posible. El mundo de la bondad, de esa bondad de los extraños de la que siempre dependió Vivien Leigh.

-         ¿Estás triste?

-         No, solo tengo unas profundas ganas de llorar y de pegarme una borrachera del carajo, como dijo un candidato a la presidencia de este país.

-         ¿Odias tu país?

-         Para nada, aquí es donde me siento bien. Siempre me ha gustado abrir las puertas y dejar las maletas tiradas en el piso cuando vuelvo de viaje. Después voy a la nevera, saco un hielo, me sirvo un whisky y me alegra ver que las cosas están en el mismo lugar. Es como si el tiempo no hubiera transcurrido.

-         Me ibas a contar la historia de tu hermana Rocío y de la carta que te escribió cuando comenzaste a escribir la historia de tus hermanas.

-         Sí, de ese viaje a Hamburgo con el ruido de los rieles del tren. ¿Sabías que datan del siglo quinto?

-         ¿Y por qué no te has casado? Todos los escritores tienen al menos cinco matrimonios en su historial.

-         James Joyce no, tampoco se puede poner en duda la fidelidad de Kafka a Milena.

-         Joyce era un hideputa.

-         Un día jugaba con su hermano Stanislaus y fue atacado por un perro, eso le despertó una fobia de por vida por esos animales; también le causaban pavor las tormentas, por su profunda fe religiosa. La religiosidad no es lo mismo que la religión. Las tormentas para él eran un signo de la ira de Dios.

-         Es decir, te crees Joyce.

-         No, tal vez sí el Dios de mi propia vida. Yo puedo decidir mi suerte y no dejar mi vida al destino o al azar.

-         ¿Por qué no te casaste?

-         Porque mi mayor pecado ha sido serte fiel.

-         Y qué es la fidelidad para ti, ¿qué entiendes por fidelidad?, si se puede saber.

-         No lo sé, pero suena bonito. Tal vez sea la palabra.

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