Ella y él, el genocida de perros




Cuando ella se fue vestida con un traje negro y unas bragas rosadas, él se fue. No quería saber nada. Estaba en la más absoluta depresión. Despídase carajo, le dijo ella mientras él leía a los cuatro dublineses tendido en una hamaca, con un whisky entre las manos. ¿Cómo juzgarlo superado si no lo hemos comprendido del todo?, había dicho Lacan de Freud.

Por error le puso un mensaje y ella respondió. Volvió a casa casi a gatas y se tiró en la cama. Ni siquiera pudo llorar. Al día siguiente despertó y recordó que la ciudad tenía restricción vehicular. "Lo que sabemos es que nos ha hecho conocer cosas completamente nuevas, que no se habían siquiera imaginado antes de él: de los problemas del inconsciente a la importancia de la sexualidad, del acceso a lo simbólico a la sujeción a las leyes del lenguaje", había dicho Lacan. Su bronca personal con Freud, el amor odio, amorodio, como diría Borges.

Cuando bajó a su cuarto estaba dormida. Tiene que ser ahora, le dijo él. Ella le preguntó intrigada qué. Si quieres ir al Quilotoa tiene que ser ahora le dijo él. Ella estaba somnolienta. Está bien, pues vamos, le dijo ella. La cortina estaba abierta. Había sol y la planicie de la ciudad le recordó su infancia, esa en la que recorría con un perro desconocido por las calles de Quito.

Bajó con un legea negro, toda deportiva. Buscó algo de fruta para el camino, una banana y algo de hierba. Lleva ron, le dijo. El ron era el único licor que soportaba. Una herencia que no podía olvidar. Él ya ni siquiera recordaba cuál era el camino para el Quilotoa.

Ya con todo equipado bajó hasta el puente Guayasamín y agarró por la Simón Bolívar rumbo al sur. Antes de llegar al cruce de Aloag dudó, porque creía que el Quilotoa no estaba tan lejos. Se detuvo en un pare y preguntó a un camionero. Le dijo que el Quilotoa estaba por Amaguaña y que ya se había pasado. Volvió. Y cuando avanzó diez minutos volvió a dudar y llamó a un amigo para preguntar. Estaba muy lejos, porque debía pasar Latacunga, llegar a Pujilí y por ahí seguir avanzando.

Ella dijo que en su recuerdo el viaje duraba como tres horas. Ya segura de que íbamos en la dirección correcta se fumó algo de hierba y se durmió. Ya pasando Zumbahua la carretera se hacía circular con un paisaje alucinante, el de ella dormida y el de los páramos. Un montón de perros estaban a la vera de la carretera. Esperaban, tal vez algún pan.

En el Quilotoa ya había un camino para bajar. Decenas de turistas bajaban, mientras las mulas subían cargando a otros turistas. Cuando ella miró la laguna del Quilotoa quiso buscar un lugar sin turistas e intentó un arabesque, ese cuando el cuerpo de perfil queda apoyado en una pierna extendida hacia atrás y las manos colocadas en varias armónicas posiciones, para crear las línea más larga posible desde la punta de los dedos de la mano a los dedos del pie.

La contempló desde lejos mientras le grababa algunos videos, hasta que dijo: ¡Hijueputa!, se me cayó el iPhone al agua. Quería subir a pie y fue a comprar unas chocolatinas y agua. Finalmente él la convenció para subir en mulas. Cada una costaba diez dólares. Subían mientras veían a decenas de turistas sudorosos intentar alcanzar la cima.Ya de regreso ella hablaba de muchas cosas, de sus recuerdos cuando había ido al Quilotoa, de sus sueños. Del baile. Y él pasó la llanta del carro sobre un bulto. Su semblante fue ensombrecedor. Le pidió disculpas. Ya en la casa se sirvió un ron con coca cola y otro y otro.

- ¿Quieres que hagamos el amor?, le preguntó.
-  Estás loco, el perrito. ¿Cómo no puedes pensar en el perrito?
- Estaba muerto, solo fue un descuido y no lo vi, pero estaba muerto en la carretera.
- Me dolió en el alma. Yo habría detenido el carro, me habría bajado, le habría buscado un lugar para enterrarlo y habría escrito por todas las redes sociales para que no pasen por ahí. Para que vayan al sitio donde está enterrado el perrito y le dejen flores.
- Perdón.
- ¿Perdón? Eres un genocida de perros. ¿Y las mulas? ¿Y las pobres mulas cuando subíamos del Quilotoa? Yo las vi sufrir, debíamos subir a pie. Vi su dolor, su angustia. ¿Por qué la gente es tan inhumana? Son unas pobres mulas, unos caballitos que no le han hecho daño a nadie.
- Pero...
- ¿Pero qué? Eres un genocida.
- Te vas a ir a dormir. Por eso es la discusión.
- No.
- ¿Entonces?
- Hasta mañana.

Y se fue. Él se quedó toda la noche frente a la mesa de canelo. Mirando su pasado, su vida.

Su doctrina ha cuestionado la verdad, asunto que nos concierne a todos y a cada uno de nosotros personalmente. Eso no tiene nada que ver con una crisis, dijo Lacan sobre Freud en una larga entrevista.

Al día siguiente la vio recostada en la cama. Estaba hermosa. Pero se quería arreglar. Porque ella siempre quería brillar así sea en los momentos más íntimos.


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