La cocina de juan




Tan poco vale la vida, le preguntó. Muy poco, respondió ella. Eso fue todo, había llegado el tiempo del olvido. La venda en la cabeza me impedía olvidar ese botellazo que recibí antes de que se marchara por penúltima vez.
Cuando pude recuperarme del impacto salí a la calle y corrí como un desesperado tratando de encontrar su rastro, con un hacha de carnicero metida en una bolsa; deseaba cortarle la cabeza. Cuando desperté estaba en un hospital, desmayado, con una sutura de cinco puntos en la cabeza. Una hora después llegaron dos policías y les conté sobre mi brusca separación de Marcela y mi deseo de no poner cargos en su contra.
¿Y el hacha? Preguntó uno de los agentes. ¡Ah! El hacha era un regalo que iba a devolver, respondí. Salí del hospital al día siguiente con una venda en la cabeza, sin el hacha, y regresé a casa. Por primera vez, en mucho tiempo, me sentí solo. Miraba las calles de la ciudad y un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Tuve miedo, mucho miedo.
Lo primero que hice al entrar en el departamento fue recostarme en el sofá y tratar de dormir. Cuando abrí los ojos la vi en la cocina, de pie con unas compras del mercado. Lo siento, dijo cuando me levanté para ir tambaleando al baño y vomitar.
Parece que estamos algo locos, siguió casi a gritos. Fingí no haber oído nada y volví al sofá a recostarme y tratar de dormir. Sólo quería dormir. Todavía quedaba algo de whisky en una botella y me lo bebí de un sorbo para pasar una sanax. Eso te va a matar, gritó. Sonrió y sacó de una bolsa de compras una botella de vino.
Es un Carmenérè, la nueva novedad de los chilenos. Eso me hizo sospechar que estaba en un sueño, como los de Borges. Me froté los ojos, miré el cuarto. No había nada anormal. Ahí estaba el cuadro minimalista comprado en una subasta, el otro que me dejó un amigo después de una prolongada borrachera, esa maceta con pequeñas plantas de perejil y romero, un florero vacío, el baúl donde guardaba el ladrillo de marihuana...
Apoye la cabeza en el sofá, cerré los ojos y los abrí con la esperanza de que ella no estuviera allí, pero no desaparecía.

La conocí en una clase de cocina, cuando intentaba matar el tiempo en las noches para evitar una vida disoluta. Y me impresionó o impresionó a toda la clase su forma de cortar cebolla. Lo hacía con tal destreza que nadie podía dejar de verla. Me dirigió la palabra cuando supo que era periodista. Ella ya había abandonado la idea de la publicidad y el marketing
-         ¿Y qué hacen los periodistas?
-         Relativamente poco. Sólo preguntar.
-         Haber, pregúntame.
-         ¿Dónde está Egipto?
-         Una buena pregunta. Y qué más hacen aparte de preguntar.
-         Dormir y beber.
-         Y qué beben.
-        Whisky, gin tonic, margaritas, martinis, tequila, vodka, ron solo, 
          porque el acompañante es siempre una mala idea.
-         Supongo.
-         Me refiero a la coca cola.
-         Ya lo supuse.
-          También suponen, lo más importante en un periodista, suponer.
La primera noche que salimos a beber unos tragos fuimos a un bar por La Mariscal. Ella había llegado recién a Quito huyendo de Madrid después que debió pasarse en una de esas prolongadas fiestas de dos días con dos vasos de agua, porque no tenía dinero para un whisky, agua y unos cuantos pases de coca. Solo dijo no va más, agarró sus maletas fue a Barajas y regresó a la casa de sus padres.
Quería comenzar de nuevo en Quito y aceptó la ayuda familiar para terminar su carrera de Publicidad. Creía tener un gran talento para revolucionar el mundo del marketing, hasta que un profesor se burló de unos bocetos suyos para una campaña sobre una nueva marca de preservativos. Solo se puso de pie, fue a su escritorio, le quitó los bocetos, los rompió y le metió una bofetada que casi lo tumba. Sin prisa regresó a su asiento, agarró su bolso y salió de la clase.
Se fue de la casa de sus padres porque no quería sentirse una mantenida. Alquiló un pequeño cuarto en una pensión cerca de la Universidad Católica, donde conoció a un gringo que estaba de paso. Salieron, comieron, cogieron. A ella le gustó como le mordía el clítoris. Con él se fue a vivir en un pequeño departamento en La Mariscal. Ella pagaba la mitad de la renta con lo que ganaba como ayudante de cocina en un hostal frecuentado por gringos. Un día se cansó de él y se fue. En el hostal había conocido y se había enamorado de un holandés, así que decidió vivir plenamente ese momento, sin tener que dar explicaciones a nadie.
El romance terminó en una semana, justo el tiempo que duró el crucero por las islas Galápagos. Ella le dijo que era un cabrón y él le gritó puta. Esa discusión ocurrió la última noche del crucero, en un bar de Santa Cruz, porque ella había mirado de reojo a un marinero. Al día siguiente se despidieron como amigos y prometieron escribirse.
En Quito volvió al trabajo en el hostal y alquiló un pequeño departamento en el mismo edificio donde vivió con el gringo. Él se había marchado dos días después de su despedida. Qué cabrón, gritó alguna noche en la que bebíamos vino, ni siquiera pudo buscarme. Qué cabrón, repitió.
Esa era ella, creía que el mundo debía estar a su disposición. Esa noche bebimos más de la cuenta y terminamos en un pequeño hotel, frente a la plaza de Santo Domingo. Estábamos tan borrachos que apenas pudimos acariciarnos desnudos y dormir. Al día siguiente desperté, ella ya no estaba. Solo había una nota pidiéndome disculpas porque había tomado de mi cartera un billete de diez dólares para el taxi.

Salí del hotel y caminé hasta hallar una cafetería por el teatro Bolívar. Bebí un café amargo y fui al periódico a garabatear en un papel la historia de mi vida, hasta que el editor me despertó de mi letargo para pedirme que corriera a un barrio donde una turba había linchado a un ladronzuelo.
Cuando llegué, vi a un hombre chamuscado, en posición fetal, con la cara al cielo. El tipo había querido entrar a robar en una de las casas del barrio una grabadora y una televisión, pero hizo demasiado ruido. El dueño de la casa despertó y comenzó a gritar, los vecinos llegaron en su ayuda y el ladronzuelo corrió, saltó por la ventana y trató de perderse por entre un montón de matorrales. Las fuerzas no le alcanzaron; primero fue un golpe secó en su estómago, después sintió muchas patadas. Alguien había traído la gasolina y otro había encendido la pira. Toda la historia sin nombres.
De vuelta en el diario comencé a escribir la historia y por la noche me metí a un bar a esperar el amanecer. La vela de la barra estaba a punto de apagarse, así que pedí un fósforo al camarero y encendí un cigarrillo. No hay nada más elegante que un cocinero con un cigarrillo en la boca, dijo ella. Estaba a mis espaldas, cubierta con un chal y con un whisky en la mano. Más elegante es un cocinero que deja de ir a clases porque está cansado de picar cebollas y tomates, dije. Me invitó a su mesa, donde dos de sus compañeros de trabajo conversaban sobre el olor del tomillo.
Son muy aburridas las conversaciones en las que eres una especie de intruso. Cuando ya había tomado el cuarto whisky me puse de pie, pagué mi cuenta, hice una venia y salí. Afuera hacía un frío endiablado.
Desperté a las diez de la mañana, sobresaltado por el teléfono. Una de las secretarias del periódico llamó a preguntarme si seguía durmiendo. Diablos, dije. El editor reclamaba a gritos mi presencia; no había nadie para continuar con la historia del linchado. Salté de la cama y fui a la ducha temblando de frío. En la redacción solo podía pensar en un gran vaso de jugo de naranja y toronja, con una pizca de miel. La cabeza comenzó a darme vueltas cuando me enteré de que tenía reservada toda una página para la historia del linchamiento de Atucucho.
 En esos casos lo mejor es armarse de valor y seguir los instintos. Fui a la morgue y encontré a la mujer del ladronzuelo haciendo los trámites para sacar el cadáver. Lo primero que se diga en esos momentos siempre será la clave del éxito o del fracaso de una historia. Me dirigí al enfermero que atendía a la señora y le pregunté si alguien había llegado a retirar el cadáver de la persona linchada en Atucucho. Me hizo una seña, me di la vuelta y lo primero que dije fue lo siento señora, debe ser terrible este momento. Comencé a hablar de la justicia y mientras lloraba me contó sobre su llegada hace poco de La Mana, un pueblo de Chimborazo; hallaron un cuarto por La Ecuatoriana, al sur de Quito; pagaban cuarenta dólares al mes. Me mostró una foto de cuando estaba en el Ejército; su sueño era ser piloto.
Antes de regresar a escribir la historia pase por una cafetería para mirar a la gente pasar y sólo pude llorar. Era el momento de pensar en largarme de la ciudad, debía retirarme a un lugar solitario. Pero por la noche ya estaba en un bar tratando de convencer a una jovencita recién salida de la universidad que nunca confiara en un hombre con olor a Givenchy ni en una mujer con olor a Carolina Herrera. Me dejó en la barra, cuando me burlé de su pasatiempo preferido, asistir a esos desfiles de tules y novias.
Al llegar al departamento hallé la puerta abierta. Ella estaba en el dormitorio viendo televisión y comiendo unas aceitunas. La maleta abierta estaba tirada en el piso. Entre al baño y vi todas sus cremas y perfumes arreglados meticulosamente. Al salir me quitó la ropa e hizo que me recostara a su lado. Cuando desperté ella no estaba. Fui a la ducha y abrí el agua fría. Ya eran las diez de la mañana. En el taxi recordé que era sábado. Así que le pedí al taxista que me dejara en La Carolina.
La encontré trotando y fuimos a desayunar en una cafetería cercana. Volvimos al departamento para coger y beber campari. Por la tarde desapareció y volvió con una pareja de gringos. Cocinamos, comimos y salimos a un bar a bailar. Ella daba vueltas alrededor del gringo y dejó que su mano restregará sus nalgas para ir a perderse en el baño. Salí del bar y me fui a dormir en un hostal. Regresé a la mañana siguiente al departamento y la encontré con el gringo en la cama. Parece que es una invasión, dije. Diablos, parece que bebí demasiado, creí que eras tú, respondió ella.
Fui a la cocina a preparar café y ella salió puesta una camiseta. Chupas muy bien, le dijo el gringo al despedirse. En ese momento fui al dormitorio, recogí su lencería, sus zapatos, sus perfumes y sus cremas y las metí en la maleta. Creo que es hora de irse, le dije. Ella comenzó a llorar y a preguntar por qué, hasta que agarró una botella y me rompió la cabeza. Ya no hay hombres en este puto mundo, dijo antes salir corriendo.
Ella seguía ahí, de pie en la cocina, con su bolsa del mercado, unas naranjas y atún fresco. Atún, jugo de naranja fresco y mostaza eran los ingredientes clave de su desayuno. Vio platos sucios en la cocina y meneo la cabeza. Está bien, yo preparo el desayuno, pero lava los platos, dijo. 
Cerré los ojos y pedí a Dios, pese a mi ateísmo, que todo fuera un sueño, pero al abrirlos ella seguía ahí, de pie, esperando a que yo lavara los platos para preparar el desayuno. Cerré otra vez los ojos con la esperanza de que al abrirlos ella ya no estuviera. Pero no desaparecía.

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