La creme brulée
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Alguna
vez te has cansado de tener sexo con hombres guapos.
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Casi
siempre. Por lo general son gays.
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Pues
a mí me ocurre lo mismo con las mujeres. Pueden ser unas diosas de la belleza,
pero si el lóbulo frontal no envía una orden me quedó como un eunuco. Siempre
he creído que las relaciones se terminan cuando se terminan las relaciones
sexuales.
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Si
no hay sexo no hay amor.
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Por lo
general sí. Por eso ando por la vida declarando que soy gay, aunque una de mis
hermanas se lo tomó en serio y me sometió a un consejo de guerra familiar.
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Ya
me contaste eso.
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Sí,
pero no te conté el trauma con el que he vivido eso toda mi vida. Por eso
comencé a escribir esa novela Divorcios.
En cierta forma es la historia de mi vida, aunque mis hermanas siempre me
preguntan cómo me he divorciado si no me he casado. Y no solo eso, después vino
el problema de la eyaculación precoz. Desde aquella acusación nunca más he
podido acostarme con una mujer.
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Y no
has pensado en la homosexualidad como opción.
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Sí,
pero tengo un instinto demasiado refinado y femenino como para que me gusten
los hombres. ¿Sabes por qué le dicen sexto sentido?
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No,
¿por qué?
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Pues
yo tampoco lo he llegado a saber, por eso ando preguntando por ahí.
Después de preparar un sancocho de corvina, tal como le
había enseñado Isabel, la bailarina de streptease
con la que salió hasta que la mataron, y acabarse una botella de whisky la fue
a dejar a su casa. El camino olía a pinos. Intentó explicarle por qué había
huido de la ciudad, de sus ruidos, de sus borracheras. Hasta de la carretera.
Mucho tiempo había pasado en la carretera; con su amiga Ana Lucía había hecho
la ruta del sol; ella comía, él bebía. Entraban a las ciudades solo para
abastecer el cooler, lo demás eran
pueblos desolados o playas de pescadores gigantes libres de turistas. Nunca
había cultivado ese espíritu del turista que va a conocer museos o rutas
ecológicas. Su hermana Rocío, cuando la visitó en su casa cerca de Bremen, le
había preparado un itinerario de museos de la típica pintura paisajística que
abundan en las casas de clase media desconocedoras del arte. <<Y dónde
hay un Kaufland>>, le preguntó después de que ella intentara explicarle la vida y
obra de los pintores de los alrededores. <<Y yo que le dije al Torsten
que tenía un hermano intelectual y hasta me hizo una ruta de museos y viene y
me pregunta dónde comprar whisky>>, le dijo Rocío a Maribel. <<Si
fuera una exposición de Kandinski con gusto pago lo que sea, pero entre este
arte paisajístico y retratístico me quedo con el whisky>>, dijo Juan,
preocupado porque anochecía y no había ni señales de un pueblo donde podría
hallar un Kaufland.
Cuando la dejó en su casa totalmente borracha, volvió
borracho. A su vista no había ninguna quebrada donde dar un giro inesperado y
saltar al vacío; que el carro explotara y no quedara de él sino cenizas.
<<Yo no hablo de tu muerte, solo repito lo que siempre repites y te
apoyo. Eso hacen los amigos>>, le dijo ella cuando lo fue a visitar a la
cárcel. La Policía lo detuvo en medio camino y no pudo pasar la prueba de alcocheck FC90. Había caído en una calle
cualquiera, de una ciudad cualquiera cuando en todos los aeropuertos había
pasado hasta las pruebas antiterrorismo, antidrogas y antisociales. <<Tu
chaleco está en el auto, si me preguntas dónde está el auto, pues no lo sé>>,
le dijo. Se volvieron a ver días después. La ciudad estaba desolada. Había
retenes por todas partes. Nadie pedía documentación. Esa vez recordó la primera
vez que bebió un whisky con Torsten, con Liz de testigo.
Los culpables de todos los males de la humanidad son Hugo
Chávez, Rafael Correa y yo, le dijo Torsten con un vaso de whisky con aroma a
leña ahumada en ese pueblo cerca de Bremen. Y es cierto, dijo Rocío que
preparaba abundante comida porque Maribel le había dicho que Juan se quejaba
porque Beatriz solo le daba té. Y ahí comenzó otra vez su suplicio: comida en
las mañanas, lo que llaman desayuno; comida en la tarde, lo que llaman
almuerzo, y hasta cena. Esas visitas frugales alteraban su organismo; estaba
acostumbrado a comer una vez al día, casi siempre en la noche. Era su forma de
desestresarse, cocinar al llegar a casa. No entendía esa manía de la
gente de comer tres veces al día, ni la de acompañar la comida con gaseosas o jugos.
El tiempo que permaneció en Buenos Aires se sorprendió al ver las pizzas de
masa gruesa y casi cruda; en Estados Unidos los platos eran abundantes en
carbohidratos y azúcares. Y ni se diga en España que vivía más allá de la
ficción de la comida gourmet creada por Ferran Adriá.
Cuando comenzó la pandemia, también le invadió el pánico
y fue a hacer fila al supermercado para abastecerse con todo lo que podía. Al
principio intentó reinventar la gastronomía ecuatoriana, hasta comprender que
las reinvenciones son vanas, llenas de banalidades. Y las cosas se fueron pudriendo en la nevera. Todo
se echaba a perder menos el whisky. Todo es cuestión de prioridades, se dijo.
Juan siempre había entendido que la cocina más que una obligación es una pasión
y todas las pasiones duran segundos. Más allá de ese tiempo deja de ser pasión,
porque ya entra en el campo de la hipocondría. Disfrutaba cocinar cuando lo
hacía para alguien; sabía que nunca cocinaría para un desconocido por eso
descartó el mundo de la cocina como negocio. Disfrutaba de los fuegos, del
color de las verduras, de la cocina lenta, de la cocina rápida; un plato por el
que cobraban hasta veinte dólares en un restaurante de los llamados cinco
estrellas lo hacía hasta para cuatro personas con el cincuenta por ciento de
ese presupuesto y en menos de treinta minutos.
La noche en la que llegaron Rocío, Graciela y Wilson a su
departamento decidió cocinar. Un vino para la entrada, otro para el plato
fuerte y uno más para el postre, lo elemental en la cocina. Cada vino de una
cepa diferente para cada plato. Y ahí escuchó de la historia de Torsten, de su
gusto por la cacería. Y les contó cómo Beatriz había destruido su departamento
y su larga conversación con el señor taxista.
Esa noche no hubo gritos, ni recuerdos ni
malosentendidos. Era solo él frente a la cocina y sus hermanas sentadas en un
mesón. Graciela y Rocío compartían una mesa sin reclamos, solo con el tácito
recuerdo de Malena. Desde su muerte no había parado de llorar. Wilson solo
asentía.
Todo fue amor y paz esa noche, en un espacio donde vivió
su mayor infierno; donde casi a semana seguida debía agarrar su mochila y
cruzar la calle para refugiarse en un hotel con pasillos parecidos a un
laberinto y así huir de las peleas y los celos; donde cada vez que llegaba
alguien de visita debía decir que le esperaran cinco minutos para ir a recoger
los condones regados por todo el departamento.
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¿Y
qué cocinaste?
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Lo de
siempre, algo acompañado con una carne de un ofidio que venden en el mercado de
Iñaquito y que puede pasar como carne blanca.
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Si
quieres invitarme a comer alguna otra vez quiero ver la marca KFC o Burguer
King o McDonald’s y hasta de las Menestras del Negro en el plato, así textual.
¿Y el postre?
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Una creme
brulée, crema quemada, la herencia de Massialot: yemas de huevo, nata, azúcar y canela o
vainilla para aromatizar.
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Sácame
de la lista de tus comensales.
<<Si tomas unas pendejadas de cocteles con coca cola y rones que ni siquiera conoces cuál es su proceso de elaboración, no entiendo realmente cuál es el exabrupto>>, le dijo Juan. Ella era capaz de preparar una pizza en una sartén, en una hornilla sin horno. Y hasta podía poner piña a la pizza.