La creme brulée


-        Alguna vez te has cansado de tener sexo con hombres guapos.

-        Casi siempre. Por lo general son gays.

-        Pues a mí me ocurre lo mismo con las mujeres. Pueden ser unas diosas de la belleza, pero si el lóbulo frontal no envía una orden me quedó como un eunuco. Siempre he creído que las relaciones se terminan cuando se terminan las relaciones sexuales.

-        Si no hay sexo no hay amor.

-        Por lo general sí. Por eso ando por la vida declarando que soy gay, aunque una de mis hermanas se lo tomó en serio y me sometió a un consejo de guerra familiar.

-        Ya me contaste eso.

-        Sí, pero no te conté el trauma con el que he vivido eso toda mi vida. Por eso comencé a escribir esa novela Divorcios. En cierta forma es la historia de mi vida, aunque mis hermanas siempre me preguntan cómo me he divorciado si no me he casado. Y no solo eso, después vino el problema de la eyaculación precoz. Desde aquella acusación nunca más he podido acostarme con una mujer.

-        Y no has pensado en la homosexualidad como opción.

-        Sí, pero tengo un instinto demasiado refinado y femenino como para que me gusten los hombres. ¿Sabes por qué le dicen sexto sentido?

-        No, ¿por qué?

-        Pues yo tampoco lo he llegado a saber, por eso ando preguntando por ahí.

Después de preparar un sancocho de corvina, tal como le había enseñado Isabel, la bailarina de streptease con la que salió hasta que la mataron, y acabarse una botella de whisky la fue a dejar a su casa. El camino olía a pinos. Intentó explicarle por qué había huido de la ciudad, de sus ruidos, de sus borracheras. Hasta de la carretera. Mucho tiempo había pasado en la carretera; con su amiga Ana Lucía había hecho la ruta del sol; ella comía, él bebía. Entraban a las ciudades solo para abastecer el cooler, lo demás eran pueblos desolados o playas de pescadores gigantes libres de turistas. Nunca había cultivado ese espíritu del turista que va a conocer museos o rutas ecológicas. Su hermana Rocío, cuando la visitó en su casa cerca de Bremen, le había preparado un itinerario de museos de la típica pintura paisajística que abundan en las casas de clase media desconocedoras del arte. <<Y dónde hay un Kaufland>>, le preguntó después de que ella intentara explicarle la vida y obra de los pintores de los alrededores. <<Y yo que le dije al Torsten que tenía un hermano intelectual y hasta me hizo una ruta de museos y viene y me pregunta dónde comprar whisky>>, le dijo Rocío a Maribel. <<Si fuera una exposición de Kandinski con gusto pago lo que sea, pero entre este arte paisajístico y retratístico me quedo con el whisky>>, dijo Juan, preocupado porque anochecía y no había ni señales de un pueblo donde podría hallar un Kaufland.

Cuando la dejó en su casa totalmente borracha, volvió borracho. A su vista no había ninguna quebrada donde dar un giro inesperado y saltar al vacío; que el carro explotara y no quedara de él sino cenizas. <<Yo no hablo de tu muerte, solo repito lo que siempre repites y te apoyo. Eso hacen los amigos>>, le dijo ella cuando lo fue a visitar a la cárcel. La Policía lo detuvo en medio camino y no pudo pasar la prueba de alcocheck FC90. Había caído en una calle cualquiera, de una ciudad cualquiera cuando en todos los aeropuertos había pasado hasta las pruebas antiterrorismo, antidrogas y antisociales. <<Tu chaleco está en el auto, si me preguntas dónde está el auto, pues no lo sé>>, le dijo. Se volvieron a ver días después. La ciudad estaba desolada. Había retenes por todas partes. Nadie pedía documentación. Esa vez recordó la primera vez que bebió un whisky con Torsten, con Liz de testigo.

Los culpables de todos los males de la humanidad son Hugo Chávez, Rafael Correa y yo, le dijo Torsten con un vaso de whisky con aroma a leña ahumada en ese pueblo cerca de Bremen. Y es cierto, dijo Rocío que preparaba abundante comida porque Maribel le había dicho que Juan se quejaba porque Beatriz solo le daba té. Y ahí comenzó otra vez su suplicio: comida en las mañanas, lo que llaman desayuno; comida en la tarde, lo que llaman almuerzo, y hasta cena. Esas visitas frugales alteraban su organismo; estaba acostumbrado a comer una vez al día, casi siempre en la noche. Era su forma de desestresarse, cocinar al llegar a casa. No entendía esa manía de la gente de comer tres veces al día, ni la de acompañar la comida con gaseosas o jugos. El tiempo que permaneció en Buenos Aires se sorprendió al ver las pizzas de masa gruesa y casi cruda; en Estados Unidos los platos eran abundantes en carbohidratos y azúcares. Y ni se diga en España que vivía más allá de la ficción de la comida gourmet creada por Ferran Adriá.

Cuando comenzó la pandemia, también le invadió el pánico y fue a hacer fila al supermercado para abastecerse con todo lo que podía. Al principio intentó reinventar la gastronomía ecuatoriana, hasta comprender que las reinvenciones son vanas, llenas de banalidades. Y las cosas se fueron pudriendo en la nevera. Todo se echaba a perder menos el whisky. Todo es cuestión de prioridades, se dijo. Juan siempre había entendido que la cocina más que una obligación es una pasión y todas las pasiones duran segundos. Más allá de ese tiempo deja de ser pasión, porque ya entra en el campo de la hipocondría. Disfrutaba cocinar cuando lo hacía para alguien; sabía que nunca cocinaría para un desconocido por eso descartó el mundo de la cocina como negocio. Disfrutaba de los fuegos, del color de las verduras, de la cocina lenta, de la cocina rápida; un plato por el que cobraban hasta veinte dólares en un restaurante de los llamados cinco estrellas lo hacía hasta para cuatro personas con el cincuenta por ciento de ese presupuesto y en menos de treinta minutos.

La noche en la que llegaron Rocío, Graciela y Wilson a su departamento decidió cocinar. Un vino para la entrada, otro para el plato fuerte y uno más para el postre, lo elemental en la cocina. Cada vino de una cepa diferente para cada plato. Y ahí escuchó de la historia de Torsten, de su gusto por la cacería. Y les contó cómo Beatriz había destruido su departamento y su larga conversación con el señor taxista.

Esa noche no hubo gritos, ni recuerdos ni malosentendidos. Era solo él frente a la cocina y sus hermanas sentadas en un mesón. Graciela y Rocío compartían una mesa sin reclamos, solo con el tácito recuerdo de Malena. Desde su muerte no había parado de llorar. Wilson solo asentía.

Todo fue amor y paz esa noche, en un espacio donde vivió su mayor infierno; donde casi a semana seguida debía agarrar su mochila y cruzar la calle para refugiarse en un hotel con pasillos parecidos a un laberinto y así huir de las peleas y los celos; donde cada vez que llegaba alguien de visita debía decir que le esperaran cinco minutos para ir a recoger los condones regados por todo el departamento.

-        ¿Y qué cocinaste?

-        Lo de siempre, algo acompañado con una carne de un ofidio que venden en el mercado de Iñaquito y que puede pasar como carne blanca.

-        Si quieres invitarme a comer alguna otra vez quiero ver la marca KFC o Burguer King o McDonald’s y hasta de las Menestras del Negro en el plato, así textual. ¿Y el postre?

-        Una creme brulée, crema quemada, la herencia de Massialot:  yemas de huevo, nata, azúcar y canela o vainilla para aromatizar.

-        Sácame de la lista de tus comensales.

    <<Si tomas unas pendejadas de cocteles con coca cola y rones que ni siquiera conoces cuál es su proceso de elaboración, no entiendo realmente cuál es el exabrupto>>, le dijo Juan. Ella era capaz de preparar una pizza en una sartén, en una hornilla sin horno. Y hasta podía poner piña a la pizza.

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