Y ahora las palabras de Susana



Aquella mañana, sólo intentó incorporarse y mirar por la ventana. Ella estaba ahí, recostada. En silencio. Los vientos en Quito pueden superar hasta los cuarenta kilómetros por hora. Y llegar hasta los 80 kilómetros de velocidad en determinados momentos, sobre todo en lugares planos como San Antonio de Pichincha, cuando las nubes y la humedad entran por el sur de Colombia. En ese límite los sauces, con ramas caídas y hojas que llegan hasta el suelo desde los doce metros de altura, comienzan a llorar. Siempre están acompañados de las acacias y las palmeras. El sauce blanco llega hasta los veinticinco metros de altura. La naturaleza había dejado de llorar en el año 2020, cuando nada parecía iba a suceder.

No había dormido en tres días, con infernales sesiones de sexo, comida, coca y whisky. Cada mañana se empolvaba la nariz para fingir desayunar en algún mercado a esperar la hora de apertura de las fiestas clandestinas y quedarse sentado en algún rincón contemplando el diluvio universal. Ya no podía dormir, no tenía sentido. Se había fallado tantas veces que una más no importaría. Los sánduches de Don Soto y su vermouth con rockola incluida, eran parte de su rutina universitaria; el sitio de concentración de los travestis que cruzaban la avenida Diez de Agosto montados en grandes tacos y diminutas minifaldas. A veces se detenía en un barandal, junto a un puesto de papas fritas con salchichas extremadamente rojas cocinadas en una paila sobre un balde de aluminio lleno de brasas. <<Son papas chauchas peladas y cocinadas. Y el carbón en el metal solo es solo para mantener el calor>>, le explicó alguna vez su amigo Luis. Era un olor inconfundible. La calle de las chancrosas, las papas fritas que botan espumas de grasa. <<¿Cuál es la diferencia entra las papas chancrosas y las gourmet>>, le preguntaron alguna vez. <<Las chancrosas son un estilo de vida, las gourmet, una pose>>, dijo. Y nunca en realidad entendió esa respuesta tan esnobista.

En eso pensaba cuando iba a Bremen con Maribel, su subchef durante algunos días. No deseaba ser chef para que Beatriz no le obligara a cocinar. Solo deseaba mirar, contemplar y avanzar. <<Algún día voy a volver a ser rica, bueno, rica ya soy, pero me refiero al asunto monetario>>, dijo. El tren avanzaba lentamente a la que sería su última parada. Toda la gente del vagón ya degustaba sus sánduches, porque la cocina se había dañado. Solo había sánduches y vino. El mundo soñado de cualquiera.

El día de la pelea de Rocío y Beatriz, el despertador había sonado en la madrugada. Todo estaba listo para el viaje con el tanque de gasolina del auto lleno. Al menos, eso le había dicho Kai, porque Beatriz no se preocupaba ni siquiera por las compras del supermercado. A veces, cuando salía a algún pueblo cercano a beber margaritas el auto podía quedarse sin gasolina, entonces solo llamaba a Kai y le decía que el auto estaba en tal parte sin gasolina. Kai iba a recogerla y poner gasolina al auto. Ya en Bremen, Torsten había preparado mojitos. Las dos hermanas que más se odiaban y se amaban, el amorodio de Borges, estaban reunidas con Liz de por medio. A las seis de la tarde, Juan estaba en su casa con un whisky en una mano y un libro en la otra. Hasta que comenzó a escuchar en su teléfono el sonido de las notificaciones de WhatsApp. Ahí estaban Rocío, Beatriz y Maribel con el vaso en alto.

El sonido de las rieles del tren le llevaron a su infancia, a ese barrio de Quito, Chimbacalle, al que bajaba para mirar los vagones del tren de una estación desierta, abandonada, el símbolo de una época de opulencia que ya nunca volvería. Lo entendió muchos años después cuando fue a hacer un reportaje sobre el reclamo de un puente en un pueblo llamado Mira, entre Imbabura y Carchi, con una estación de tren por el que sacaban sus productos, sobre todo el fréjol. Si editora le envió allá para contar la historia de los reclamantes. La promesa de todos los gobiernos había sido la construcción de un puente para reemplazar al ya derruido y así la gente pudiera sacar su producción agrícola al mercado. <<Ahí, en el fondo de este vaso está mi vida>>, le dijo una mañana, a la hora del desayuno, un hombre negro bien alto y fornido. Uno de los líderes de la comunidad. Había sido invitado a desayunar con un trago de caña y el fondo del vaso le pareció una alegoría de la vida. <<Acá no hay ni hotel>>, le dijo a su editora tras el primer día que fue abandonado en Mira. <<¿Pues todos los pueblos tienen iglesia no?>>, le dijo. <<Sí. Sí hay iglesia>>, respondió. <<Pues duermes en el piso de la iglesia. Son lugares bonitos y cálidos. No vuelves hasta que tengas una historia>>, le dijo y colgó. Finalmente logró un arreglo con los dueños de un cibercafé para dormir en el piso cálido de cemento. Los únicos camiones que vio entrar a ese pueblo mientras permaneció ahí fueron los de Coca Cola y Pílsener.

<<Todos estábamos bien, hasta que Rocío comenzó a decir que los mojitos de Torsten eran los mejores>>, dijo Maribel después de acabarse su cuarto de botella de vino blanco. Beatriz había comenzado a defender los mojitos de Kai. La coctelería, en realidad, no era el fuerte de sus cuñados, pero para Rocío y Beatriz ese era un tema intocable. Al menos Wilson se conformaba con un pájaro azul o unas cervezas. La de la batuta en esa casa era la de Graciela. Ella marcaba las horas y los días.

El día que salió de Mira con un montón de cuadernos de apuntes sintió que había conocido a la humanidad entera, al hombre que miraba la vida en el fondo de un vaso. Eso era la vida, el fondo de un vaso, no importaba si lleno o vacío. Lo importante era divisar el fondo. Esos días volvió a releer Eureka de Edgar Allan Poe. Y entonces pensó que había algo anómalo en su teoría del origen del universo. La teoría de las cuerdas tenía una cuerda que desentonaba. Tal vez la de Venecia, donde había comenzado la pelea entre Graciela y Beatriz, con Cristina de por medio.

El tren había llegado a Bremen. Maribel le especificó a Torsten que debía esperarnos en el vagón de primera clase. Y ahí estaba cuando se abrieron las puertas. No llevaba nada en la maleta. Buscó en la estación las tiendas de licores y desistió. <<Ya habrá tiempo>>, se dijo. Al entrar al auto vio el asiento de Liz.

Después de la tercera casilla hay que poner otra vez los dos pies sobre la tierra. Es el juego de la Rayuela. Unos, dos tres, salta. Unos dos y salta. Y vuelve, como una cinta de moebius, el tiempo ad infinitum. Así fue como conoció a Liz, la niña que siempre pedía más. Era su palabra preferida. De alguna forma entendió que ella nunca en la vida se conformaría con menos. <<Claro, gracias por recordarme que fuiste a Alemania solo por ir a conocer a tu sobrina>>, le recriminó Beatriz entre lágrimas semanas después cuando volvieron a verse en Quito. Ella no se había hablado con Anita en mucho tiempo. Ni con Graciela. Y Juan estaba en el medio de una balacera de palabras y reclamos infernal. Shakespeare se quedaba chiquito frente a la tragedia de sus hermanas.

<<Después de que Rocío nos botó por no saber quién preparaba los mejores mojitos, yo le abracé fuerte a tu tía en la cama para que no se fuera. Cuando desperté, ya no estaba>>, dijo Maribel. <<Y qué se va a acordar lo que pasó, si ella era la más borracha de las tres>>, le escribió alguna vez Beatriz, cuando le explicaba los apuntes que tenía para comenzar a escribir sus historias.

Y ahora las palabras de Susana.

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