Kaufland



¿Qué es el territorio? ¿Hay un país? ¿Por qué algo te parece tan familiar? El ruido de la lluvia era demasiado fuerte. Así que decidió despertar. Él siempre supo que la vida era un asunto de decisiones, de decisiones tan triviales como saber cuándo despertar y cuándo dormir; cuándo estar sobrio y cuándo ebrio; cuándo divertido y cuándo aburrido. Encendió la cafetera y agregó al sabor somnoliento del café el ritmo de la cumbia, del candombe, del grito africano del Río de la Plata que pudo escuchar en Colonia, mientras degustaba un cartocho con un vino de la localidad. Ella bailaba y en su baile pudo ver su alma.

Era su delirium tremens.

Desde la ventana pudo contemplar el bosque tropical y absorber el aroma de la tierra mojada y el canto traicionero de los colibríes. Esos lindos pajaritos que deambulan por bebederos humanos con sus puntas y dientes afilados. Esos capaces de sacar los ojos a cualquier desconocido que intentara cruzarse por su camino. Ella dormía. Al despertar preguntó dónde estaba. Él no supo qué responder. Su cansancio era demasiado abrumador. Vamos camino a casa, le dijo finalmente.

Ella prácticamente saltó de la cama y se sirvió un bourbon. Si tú saltas yo salto, le dijo. Saltar a dónde, le preguntó él. A cualquier mierda de esta maricada, le dijo.

La lluvia golpeaba contra los ventanales. Era un golpe seco. Un golpe agudo. Un golpe para recordarle que incumplía sus promesas. ¿Por qué?, le preguntó su hermana en un desayunadero francés, en un pueblo cerca de Frankfurt cuando fue a visitarla.  Esa vez apuró el chardonnay y terminó la sopa de calabaza en silencio. No sabía cómo responder preguntas. No sabía lo que era saltar, ni el significado de la alegría del movimiento.

Baila, le dijo ella. ¿Por qué?, preguntó él. Porque el baile te libera, le dijo. Y ella comenzó a bailar, porque su mundo era ese; moverse con un ritmo frenético, sin pausas. Si algún día te caes, levántate y sigue bailando, le dijo él. Me tienes harta con tus citas de películas, le dijo ella. Y le dio una bofetada y después golpe tras golpe hasta llegar a su cuello con un cuchillo. Le preguntó si alguna vez le había sido infiel. No supo qué responder. Nunca supo cómo responder a esa pregunta y ya era demasiado tarde para aprender. Lo supo, parado ahí, en medio de los estantes de licores.

¿Dónde estamos?, le preguntó ella sentada en la cama con el bourbon en su mano. Creo que en Mindo, le dijo él. No te acuerdas de nada, le dijo ella. No, tal vez porque no hay nada de qué acordarse; porque la memoria no debería existir, ni ese lienzo en blanco de Jorge Larco.

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