La razón de Pascal
Sobre la mesa contempló un bosque de botellas de bourbon. Bosque de botellas secas que pronto pasarían al olvido; parte de la deforestación que avanzaba en su vida, en su cuerpo, en su pecho, en ese grito de los cuervos que escuchó en un pueblo cerca de Frankfurt donde había cierta idolatría por los hermanos Grimm, los mayores exponentes de la literatura universal donde sus protagonistas son expuestos a amenazas más peligrosas que una bomba nuclear y se sobreponen, salen adelante, burlan la maldad de las hadas y de los espíritus buenos. Never more, repetía Edgar Allan Poe con su aire victoriano. Entendió el significado de esa expresión cuando contempló al cuervo parado sobre una rama de un árbol, a los pies del castillo donde la Cenicienta olvidó su zapato. La intrascendencia del príncipe, se dijo. La intrascendencia de Edgar Allan Poe y su Eureka.
La temperatura estaba en un grado centígrado y debía salir. Sintió estar viviendo el cuento de la casita de chocolate con la amenaza de la hoguera, sin las migajas de pan, ni un padre bueno. Creyó sentir lo que Edgar Allan Poe debió haber sentido en Baltimore cuando escribió El cuervo, armado solo por sus recuerdos. El mayor valor del mundo moderno. El capital de sus héroes tan sencillos como humanos, como absolutamente humanos.
Si la música es el alimento del alma, entonces déjenla sonar, gritó. Ya no buscaba a Goethe, ni a Kafka en una estación de un tren. Intentaba entender las razones de la Cenicienta, la razón de Blaise Pascal. La razón de la alegría y de la fiesta. La razón de la contemplación y la soledad. Ahí, sentado en un café tipo parisino en Alemania, frente a una sopa de calabaza, una copa de chardonnay y una frase de Balzac.