La rosa
¡Cómo se puede experimentar esta magnífica cosa que es la vida sabiendo que te tienes que morir! La frase de Simone de Beauvoir, en ese momento, le parecía hueca. La fastuosidad de la vida se había quedado a la vera de un camino, ta vez en Santiago donde experimentó por última vez con la delgada línea blanca. Terminó de un sorbo su tercer bourbon y pidió otro. No tenía los arrestos suficientes para seguir, ni para empezar de nuevo. El semáforo se había puesto en rojo y los carros se detenían. Solo paraban cual máquinas citadinas. El orden del mundo feliz de Huxley estaba ante sus ojos. Una mujer negra de anchas caderas se paró frente a su mesa con una rosa en la mano. Na hay nadie más, le dijo. Siempre hay lugar para una rosa, respondió ella al dejar la rosa sobre la mesa. Quédese con el cambio, le dijo al extenderle un billete de diez dólares. La lluvia aceleró la llegada de la noche. En la mesa de enfrente estaba el gringo calvo con su botella de ron 2030, con una línea blanca marcada en la mitad. La mesa de futbolín seguía en el mismo sitio. Fue la última vez que la vio. No recordaba quien ganó ni quién perdió. Solo los gritos de gol tras el golpe seco de la bola de cerámica cayendo sobre la madera. Bebió el cuarto bourbon y se levantó para largarse de ese sitio, luego de dejar un billete de 20 dólares debajo del cenicero, para que no se volara. Cobijó la rosa con su mano, porque la lluvia parecía imparable, y corrió a meterse en un taxi. Voy a despedirme, le dijo al taxista mostrándole la rosa. Está intacta, se jactó mirando por la ventana el diluvio universal. De estos lugares nadie se despide, le dijo el taxista al estacionarse frente a uno de los night clubs más famosos de Quito. Con su chaqueta protegió la rosa hasta la entrada. El guardia lo miró con compasión al ver la rosa. Se sentó en una mesa y pidió una media botella de ron Medellín. Ella se acercó y le preguntó si finalmente le podía acompañar, al contemplar con una sonrisa triste la rosa sobre la mesa, junto al ron. Siempre puedes, dijo. Hay algo que no cuadra en este ambiente, siguió. Con la rosa en la mano se fue al baño y se encerró en el excusado. Sacó de entre sus pétalos una bolsita blanca y aspiró un gramo de coca. Salió otra vez con la rosa y al sentarse en la mesa le dijo que no tenía corazón para botar la rosa, porque la rosa es sin por qué y siempre el color de la rosa la recordaría a ella. Ella lloró. Es lo único que recordaba. La sangre borbotaba de su cuello. Si algún día te veo sentado con otra te mato, le dijo ella. No recordaba cómo llegó a casa; sí como ella se fue después de destrozarle la garganta con su cuchillo de cocina favorito.