El sendero de la clandestinidad
La desolación nunca fue tan infinita. Pensó que la había olvidado hasta que sonó el teléfono. Volvía al país después de años de andar por el mundo como alma errante. La abogada de grandes corporaciones que desayunaba en Milán, almorzaba en Madrid y si se le antojaba cenaba en Berlín. La última vez que se vieron le dijo que necesitaba a alguien con quién avanzar; mirar el futuro en el torbellino de los commodities y los bonos basura. Esa noche quedó estacionado en el tiempo frente a una botella de Old Parr, sentado en el bar de un hotel. Ella seguía hablando de Wall Street, de los osos que hibernan entre cinco y seis meses al año, cuando sus latidos del corazón bajan de los 84 latidos por minuto a los 19 latidos por minuto. Necesitaba ese tiempo de hibernación, de paz para pensar si debía seguir con el corredor de Bolsa al que había conocido en una reunión de diplomáticos. <<Uno también construye lo que le ocurre, lo invoca. La fatalidad unida a su destino>>, dijo él finalmente. Ella hizo una pausa y sintió que tenía hambre y no deseaba nada de ese lugar tan aburguesado, porque también era humanista y animalista, menos vegana. Su vida habría sido insoportable sin cada una de las partes de la vaca; disfrutaba hasta de sus vísceras. Subieron a su suite donde se enfundó unos jeans, una sudadera, como si se alistara para ir a una guerra, y se pasó una larga línea de coca. Él dijo paso, esa noche prefería la sobriedad de la borrachera. La inconsciencia más absoluta. Ella metió una botella de Don Julio en su bolso y llamó a la recepción para que el taxi de siempre la esperara en la puerta. Terminaron en la Michelena, al sur de Quito, frente a dos platos de chinchulines con papas en salsa de maní, mientras se vaciaban la botella de Don Julio en dos vasos desechables. Cuando despertó tirado en una alfombra de su casa miró a su alrededor y todo era desolación. Fue a su habitación tambaleándose, se metió en una ducha fría, se cepilló los dientes, vomitó y bebió un whisky. En una maleta guardó dos mudadas, unos libros de autoayuda que ella leía con frecuencia y manejó como diez horas hasta llegar a Montañita. Fue directo a buscar a Silverio que le había reservado su suite presidencial: un catre, una mesa y un balcón solo para él. En la noche armó una fogata en la playa con todos esos libros de autoayuda y se fue a dormir. <<Juan, ¿me escuchas>>, preguntó ella. Él atinó a decir que sí. Esa mañana había llegado a Quito en uno de esos vuelos organizados para traer de regreso a los ecuatorianos varados en el exterior. Le daba más miedo Europa que Quito y había comunicado que iba a pasar su aislamiento de catorce días en un hotel del centro de la ciudad, en realidad en la suite presidencial conseguida a mucho menos de la mitad de precio. Cuando llegó se mantuvo a dos metros de distancia. <<¿Y qué es de tu vida>>, preguntó él. <<La misma mierda, con o sin aislamiento>> respondió ella. Él pudo evadir el toque de queda con un salvoconducto falso que ella le había enviado a su correo. Era médico, su médico y hasta tenía los permisos del Ministerio de Salud y todo. <<¿Sigues con el tequila>>, preguntó él al abrir una botella de Don Julio y beberse de un solo sorbo un largo trago. <<¿Y tú que has hecho?>>, preguntó ella. <<Pues he aprendido a lavar en una piedra de lavar. Nunca pensé que fuera un oficio tan difícil, más difícil que vivir. Me tardé dos horas en lavar dos toallas. Ahora soy un lavandero a tiempo completo, un aprendiz de lavandero. Jabón, cepillo, detergente... Ya casi no necesito lavarme las manos porque me la paso todo el día lavando ropa>>.