El silencio de los culpables
A veces te recuerdo. No sé por qué me alejé de ti. Nunca entendimos el concepto de la fidelidad. ¿Qué significa la fidelidad?, ¿qué esperamos de la persona a quien amamos?, se preguntaba Philip Roth, tal vez. Ya todos los libros me resultan difusos, al igual que sus historias. Mark Twain está en Faulkner; Faulkner, en Joyce; Joyce, en las whiskerías, y en ese in trovo altare dei, y en esas whiskerías yo. Te recuerdo ahí sobre la cama cuando me violaste. Yo te había repetido mil veces que no me gustaba el sexo anal y me obligaste a hacerlo, porque supongo era tu forma de declararme tu fidelidad. Si tus exnovios te obligaban a hacerlo yo debía tener ese mismo privilegio. Me sentí violado. Fue la primera vez que me emborraché en mucho tiempo. Para qué reclamar fidelidad. La fidelidad siempre ha sido un grado extremo de la egolatría, del egoísmo y de la vanidad, como la mayoría de las cosas y de los deseos de los seres humanos. En vano pensamos que el fin último de la fidelidad es que la otra persona sea feliz. La sutil esclavitud de la fidelidad, porque siempre existirá la posibilidad de que la otra persona no sea feliz. ¿En realidad se puede amar a alguien a quien se le reclama fidelidad? No te escribía para eso. Hace algunas noches, no sé cuántas, violé el toque de queda; me puse mi mascarilla Louis Vuitton, mi gorra Benetton y salí. La ciudad era un pueblo fantasma. Qué se podía esperar de Quito, si siempre ha sido una ciudad franciscana puertas adentro. La ciudad era otra. El lugar estaba abierto. Ahí no había cuarentena ni límites a los excesos. A veces creo que a esta ciudad hasta le hace feliz la cuarentena. Sus ciudadanos son ególatras y fieles, como en las películas de Tarantino o Scorsese. Está la puta para lo que no puede hacer la esposa, porque con esa boca besa a sus hijos. A la mañana siguiente desperté en la cama. No sé cómo había llegado ahí. Había luz, había amanecido, no sabía en qué día ni en qué año. La ciudad por la que no cambiaría nada. Conozco todos sus recovecos. La única ciudad por la que la habría cambiado habría sido Guayaquil, por sus calles, sus zaguanes, sus veredas, sus pastelerías, sus encebollados, sus cangrejos, el olor a manglar del estero. Ahí fue cuando nos conocimos. Te fuiste a Montañita porque uno de tus exnovios te invitó y tú estabas en una crisis existencial por el tema de la infidelidad. Te dije que te fueras, que estaba bien. Y llamaste a la mañana siguiente para decirme que necesitabas verme. Tu exnovio había intentado violarte. Esa noche llegué a Guayaquil y de la conversación de tus amigos me enteré sobre todas las drogas que existían en la ciudad. La idea era entrar en una de esas habitaciones con ocho camas. Pese a que la ocupación hotelera estaba llena conseguí una habitación frente a la playa y sus olas y sus sonidos. Muerto antes que sencillo. Es una frase nueva. Al amanecer te pusiste a llorar sentada en la cama, después de haber tenido sexo toda la madrugada, porque ya entraste en el mundo de la infidelidad. Me culpaste por eso. Tras las lágrimas todo fue felicidad. Sentados frente al atardecer de Montañita, con una botella de vino. Volví muchas veces después. Ya soy parte de la comuna. Tal vez vuelva allá. Por última vez. Como cuando miramos la ciudad desde el Panecillo. Esa fue nuestra despedida, cuando me pedías que te explicara por qué te quería. Y mi oportunidad de haber pasado la cuarentena en compañía. Solo me alegro de que no fuera así. La pandemia me ha ayudado a saber que puedo lavar mi ropa. Y mis culpas.