Montañita



Por alguna extraña razón esa mañana había estado escuchado una vieja canción de Roberto Carlos, esa de Qué será de tí, pero en la versión de Thalía. Era solo por buscar otra cosa; me había dejado estupefacto un pequeño libro que había leído la noche anterior, algo sobre el rostro y Rembrandt, sobre el retrato, sobre la razón de los retratos. Era de Jean-Luc Nancy, La mirada del retrato. Y con esa melodía fui a la cocina a buscar huevos, tocineta, un tomate verde todavía y unos croissants que había preparado la noche anterior. La cocina siempre ha sido mi receta contra el estrés. Sobre todo hacer esos pastelitos con forma de medialuna curva que es parte de una tradición árabe milenaria, relacionada con el tchareke de Argelia o el kaab el ghzal de Marruecos. La medialuna es un emblema del antiguo Imperio otomano y el croissant provendría de una adaptación vienesa de ese símbolo.

Según la leyenda, en 1683 los soldados otomanos al mando de Kara Mustafá, levantaron un cerco a Viena. Tras innumerables asaltos, una noche, como en todas las leyendas, los turcos decidieron construir un túnel y atacarlos por sorpresa, para evitar las murallas. Trabajaron solo en la noche, en las horas en las que los panaderos trabajaban. Ellos se dieron cuenta de la amenaza y lanzaron la alarma. Los turcos se llevaron la sorpresa, porque fueron sorprendidos por los vieneses; las tropas musulmanas se vieron obligadas a levantar el sitio. Las tropas austriacas de Leopoldo I, bajo el mando del rey de Polonia, Jan III Sobieski, terminaron por expulsar al ejército enemigo. Y los panaderos vieneses idearon dos panes: uno con el nombre del emperador y otro Halbmond, que en alemán significa media luna, como mofa del emblema de los turcos otomanos. 

El secreto de un buen croissant será siempre la lecha tibia. Puse la cafetera y partí unas naranjas que había comprado en Milagro, la ciudad de las piñas. Ella todavía dormía boca abajo, con las sábanas cubriéndole solo hasta las rodillas. Sentí una erección y me metí entre sus piernas. No tuvo tiempo de decir que no. Veinte minutos después le dije que el desayuno estaba servido. Una hora más tarde ya estábamos en la carretera. Esa tarde jugaba Ecuador contra Venezuela en Argentina, por la copa América, y quería ver el partido en un lugar más relajado y le propuse ir a Montañita, a dos horas de Guayaquil. Paramos en Valdivia a tomar algo, en un bar que tenía la forma de un barco, pero diez minutos sentados ahí, ningún mesero aparecía. Faltaba una hora para el partido.

Montañita estaba como siempre, con mucho turista y mucha música. Lady Gaga a todo volumen, rastas y marihuana. Este es tu ambiente, le dije a ella. Fuimos a registrarnos en un hotel donde terminamos una botella de vino blanco que se había conservado fría a pesar de las dos horas del viaje. En una de las calles estaba un bogotano con el que hace algún tiempo ella había tenido sexo a cambio de marihuana. Bueno, eso fue lo que me dijo. Pero no lo saludó. Hallamos un restaurante lleno de gringos y nos sentamos en una mesa cerca de la calle. La televisión estaba al fondo, veríamos el partido, pero no escucharíamos a los comentaristas. Yo pedí un pollo al curry y ella una carne. También una botella de vino blanco demasiado dulzón, una de las que en un supermercado cuesta cuatro dólares pero ahí la vendían en veintiocho dólares. Los primeros minutos fueron de infarto, pero después del minuto quince Ecuador mejoró. Terminó el primer tiempo y pagamos la cuenta para ir a buscar otro lugar, por eso de las cábalas: si ves jugar a tu equipo en un lugar y no hace gol en el primer tiempo, busca otro. Hallamos un bar medio oscuro y nos pusieron una banca donde nos sentamos con dos caipiriñas. Y cuando Ecuador parecía que tenía chance de ganar se vino el gol de Venezuela. Una mierda, dije al terminar el partido y salimos a caminar por esa calle llena de turistas. En la playa hacía frío. Regresamos al hotel y pedimos otras dos caipiriñas que las bebimos junto a la piscina. Parecen limonadas, dijo ella y pidió un vaso desechable al cantinero. Fue a la habitación y regresó con el vaso lleno de aguardiente que repartió equitativamente en las dos caipiriñas. Hagamos algo diferente esta  noche, le dije, vamos a comprar palomitas de maíz y ver televisión y dormir a las ocho de la noche. Su respuesta fue una mueca de fastidio. Fuimos a la habitación, nos acabamos otra botella de vino y bajamos.

Malabaristas, payasos, mujeres bailando entre ellas, hombres abrazados y besándose eran parte de la galería de esas pequeñas calles del pueblo bullicioso. Tengo la impresión de que Montañita terminará siendo para los guayaquileños lo que Atacames fue en su momento para los quiteños, dije. Afuera de la bulla hallamos un bar llamado ¿Por qué no? Tocaba un grupo con acento cubano las típicas canciones para los turistas. Lo que más me sorprendió fue una familia compuesta por un hombre gordo, muy parecido al personaje de esa serie animada Padre de Familia, su mujer y su hijo. Era la típica familia clase media con ganas de llegar a ser burguesa. Y me sorprendió porque cuando el grupo comenzó a cantar Comandante Ché Guevara a él solo le faltó ponerse de pie, poner la mano en el corazón y gritar Viva la revolución ciudadana. Debe ser funcionario del Gobierno, le dije a ella, que estaba distraída a mis comentarios. Llegó el mesero y le pregunté si me podía preparar un daiquirí con toronja, a lo Hemingway. No, me dijo. Le dije que deseaba probar el sushi y que me recomendara algo, pero solo a modo de degustación; me sugirió algo con atún. La encargada de los sushis había sido una mujer flaca, de unos 40 años, pero muy atractiva con la que habíamos intercambiado unas miradas en una de esas calles del pueblo antes de entrar al bar. La vi preparar los rollos con mucha dedicación. Ella se dio cuenta de eso y comenzó a fijarse más en el que parecía el dueño del bar, un típico gringo algo calvo, que seguramente era la pareja de la preparadora de sushis. Ella comenzó a ir al baño cada cinco minutos y en cada ida aprovechaba para ir a la barra y cruzar palabras con el gringo. Pagué la cuenta y salimos; ella caminaba atrás y en su sombra vi que le decía al gringo con señas. Seguimos caminando por esa calle llena de ventas y de ruido y de música. Cómo te fue con tu parche con el gringo, dije. Ella comenzó con una andanada de insultos sin ningún sentido. Si quieres irte está bien, por algo eres una puta, así que no me importa si te largas con el gringo o con quien te dé la gana, dije. Llegamos hasta un parque, nos sentamos en una banca y ella comenzó a gritar que era un maricón. Me golpeaba con lo que hallaba, un palo de escoba, una piedra, un cajón de madera. Comencé a sangrar por la cara. Fui al hospital, me cosieron diez puntos en la cabeza y tres en el cuello y al día siguiente manejé como loco de regreso a Guayaquil.

<<Claro que lo vi Juancito>>, dijo Silverio, meses después cuando regrese a Montañita, frente a una botella de ron. Su hotel era una suma de escaleras diseñadas para malabaristas. Siempre que venga pregunte por el Chivito, todo el mundo me conoce aquí en Montañita, dijo.

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