Los golpes en la puerta




Cuando un hombre llega a un sitio en donde ya no le queda nada que merezca la pena gastar o perder siempre vuelve a casa. Después de leer esa cita de Faulkner, Ernesto cerró el libro. Tenía miedo y pereza y así era imposible continuar leyendo. Se levantó, sacudió su saco, comprado en un almacén chino, y salió a la calle. Bajó hasta la plaza de la Independencia y se sentó a fumar un cigarrillo en una de las bancas, el último del día y el primero de la noche. Oscurecía. A su lado estaba un hombre de unos 40 años, con la barba de una semana. Por alguna extraña razón pensó que si no hacía algo radical en ese momento, pronto él sería el hombre sin afeitarse. Tiró al piso la colilla del cigarrillo y caminó de regreso a casa.

Entró por la puerta de la lavandería, pasó la cocina y se detuvo frente al comedor. En la mesa todavía estaba la botella de whisky que había dejado semivacía la noche anterior. Fue al dormitorio, Marcela aún no llegaba; sacó una maleta donde guardó su ropa y algunos libros que todavía le importaban. El de Faulkner, aunque estaba entre sus favoritos, lo dejó sobre la cama, con la vana esperanza de que Marcela lo hojeara.

En la habitación de los niños se detuvo y les dio un beso en la mejilla. Uno a cada uno. Se detuvo un momento frente a ellos y contuvo las ganas de llorar. No podía hacerlo, porque eso habría sido retroceder, dejar todas las cosas en su sitio y volver a sentirse un cobarde. Volver a acostarse junto a ella. Demasiado tiempo viviendo juntos. Había llegado el momento de partir. Recogió un peluche que estaba sobre la almohada de Laura, la más pequeña, y se lo guardó en el bolsillo de su saco.

Puf. Cuánta razón tenía Celine. Para dormir hacía falta optimismo. Caminó tres cuadras, hasta que apareció un taxi. Pidió que lo llevara a un hotel frente a la plaza de Santo Domingo, pero cuando ya iba a llegar cambió de parecer e hizo regresar al chofer de nuevo al sitio en donde lo había recogido. Recordó que frente a su casa había un hotel y pensó en ese extraño personaje de Melville que decidió marcharse e instalarse frente a su casa para ver la reacción de su esposa por su misteriosa desaparición.

Aleluya, dijo cuando entró en la habitación desde la que podía ver la ventana del que alguna vez fuera su dormitorio. Buscó en su maleta una aloperidol y se la pasó con whisky, por esa noche sólo quería dormir escuchando unas fugas de Bach. Se las imaginaba, grandiosas, maravillosas, rompiendo toda la solemnidad de los salones. Estaba libre. Ya no tendría que soportar las tediosas visitas de los amigos de Marcela ni de los suyos; era Gulliver apagando un incendio en Liliput.

A la mañana siguiente despertó con un sabor amargo en su boca. Fue a la ventana y vio las cortinas corridas. Ella, a la que tanto le gustaba espiar a los huéspedes del hotelpara verlos con sus pipís al aire había decidido dejar cerradas las cortinas. Tenía mucha pereza, ya no se sentía seguro de poder espiar a su mujer durante 20 años, como el personaje de Melville.

Por la tarde la vio abrir las cortinas y lo único que atinó a hacer fue tirarse las cobijas encima y esconderse como si fuera un niño, sin darse cuenta de que ella no lo podía ver.

En ese momento desolador, pensó que tal vez debía regresar. Mirar otra vez a sus hijos, volver a amarlos; también sabía que eso era imposible, nadie puede volver a amar. Cuando sacó la cabeza, había anochecido. Ella seguía en la ventana, con un cigarrillo en la mano. Era como si supiera que él estaba ahí, en ese hotel. En la otra mano sostenía un whisky, tal vez el que dejó sobre la mesa del comedor. Llevaba esa camiseta de los Rolling Stones que le gustaba tanto, porque era mucho más grande que ella.

La compró en Nueva York, en el mismo sitio en el que halló la última entrada económica para el concierto de Vodoo Lounge. Ese boleto lo enmarcó y lo puso en la pared principal de la biblioteca. No pudo ir porque pasó al lado de Ernesto toda la noche, después de que casi se intoxicó por comer unos camarones con unos fettuccines en el barrio italiano.

Ella se pasó toda la noche hablando del heresiarca francés Bernhard de Clairvaux, la biografía que había leído en el avión, sobre la jerarquía de la perfección donde el primer lugar lo ocupa la cama, el lugar donde se encuentran los amantes, alejados del mundo y del ser, listos para poder hablar con Dios. La piel. Marcela pregonaba como cierto todo lo que creía, por más absurda que fuera la idea.

-         Creíste que me amabas, no es suficiente prueba –le dijo Ernesto, alguna vez que le recriminó por esa manía de defender cosas sin sentido.
-         Creer, ese es el asunto –respondió ella.
-         Pues ya ves, yo nunca he creído en nada y todavía sobrevivo. Soy más fuerte de lo que pensé. Todavía no salto por ninguna ventana.
-         Estás borracho, alucinas como una mariposa que vuela creyendo ser hermosa, sin saber que es solo un alfiler con alas, que morirá pronto, como todo, pero la muerte les sienta bien a las mariposas, porque no deberían morir y todo lo que no debe perecer lo hace, por capricho.

Desaparecía de la ventana por breves segundos y luego reaparecía. Después de cuatro idas y venidas levantó el brazo con el whisky, como si estuviera brindando con él, el intruso que la espiaba desde una ventana de hotel, y se lo bebió todo de un sorbo.

Marcela no volvió a reaparecer en toda la noche. Ernesto se quedó dormido en el sofá y al día siguiente salió sin ducharse a desayunar en una cafetería que Marcela detestaba. Entraron tres veces a tomarse un café y las tres vieron a una cucaracha salir de la cocina.

Le pasaron café, jugo, pan, mermelada y el periódico. Ese era el único desayuno que había en ese sitio. La mermelada era de mora. Salió más decepcionado de lo que entró, después de leer el periódico. La empresa en la que trabajaba había cerrado. Se fue de ahí cuando comenzaron a recortar personal. No podía soportar casi no hacer nada y ganar dinero por eso, mientras veía irse al portero, al de la limpieza y a los que entraban a hacer pasantías. Nunca le dijo nada a Marcela.

Todas las mañanas, durante meses, salió como si fuera a trabajar y los días se los pasaba encerrado entre librerías y bibliotecas. En ese tiempo se le fueron acabando los ahorros con los que iba a enviar a la escuela a Laura. Hasta que finalmente encontró trabajo en una revista donde le pagaban muy poco por escribir sobre la recuperación de las empresas en plena crisis económica. La noche en la que firmó el contrato fue a comprar una botella de vino para festejar con Marcela, pero todas costaban casi el doble. Los precios se dispararon de la noche a la mañana. En un segundo vio a su alrededor a la gente disputándose las cosas más baratas. Un aceite de oliva Gustadina, unos fideos Doña Petrona. Nada de whisky, ni vino ni salmón ni corvina ni lomo fino ni vinagres de vino ni salsas italianas importadas ni frutas exóticas. Era una campaña de sobrevivencia y él también debió sobrevivir.  Buscó el vino más barato y llegó a casa temprano para dejar lista la pasta para los canelones.

Fue a buscar a Marcela a su trabajo para decirle que acababa de renunciar, porque había conseguido algo mejor. Llegaron a la casa, hicieron dormir a los niños y él preparó los canelones y destapó la botella. 

De nuevo en el hotel, Ernesto sacó del bolsillo de su chaqueta el peluche de Laura y lo puso en su mesita de noche. Era su amuleto. Por fin decidió encender su celular. Había como cincuenta mensajes. Lo volvió a apagar y lo tiró a la basura. Ya no lo necesitaría más, era una necesidad terminar para siempre con ese lasciatemi morire.

Pasó todo el día mirando la ventana, cuando anocheció vio encenderse una luz. La mejor amiga de Marcela descorrió las cortinas y comenzó a tirar fotos al aire con si lanzara confeti. Ernesto bajó a toda prisa las gradas del hotel, porque el ascensor estaba dañado y el dueño no tenía con qué arreglarlo. Cruzó la calle hojeando las fotos y todas eran suyas, se agarró con sus manos el pelo para despeinarse y corrió lo más aprisa que pudo para que nadie pudiera reconocerlo. Dio la vuelta a la manzana y regresó al hotel. Ahora estaban Marcela y su mejor amiga en la ventana, las dos con un whisky y un cigarrillo, desternillándose de la risa.

Ernesto no había comido nada en todo el día, pero como no deseaba dejar la vigilancia llamó a la cafetería para que le subieran un sánduche y un café. Era un café instantáneo, el más horrible que pudiera haber probado en su vida. Para distraerse comenzó a dibujar en una hoja el lago Tiberíades, por el que sobrevolaba Satanael, convertido en un ave acuática, y Dios, una figura amorfa que lo único que hacía era volar. Las luces se apagaron y ellas no volvieron a aparecer.

Puso el despertador a las cinco de la mañana para tener los ojos muy abierto cuando sus hijos salieran con sus uniformes y sus loncheras, sobre todo a Laura. Ellos generalmente salían cuando faltaban cinco minutos para la seis y media. Despertó de un salto y pasó una hora parado en la ventana, después fueron dos y cuando dieron las ocho y media volvió a acostarse sin saber por qué sus hijos no fueron a la escuela.

Estuvo toda la mañana y la tarde espiando, sin que nada extraordinario se viera en la ventana de Marcela. Las luces estaban apagadas, las cortinas corridas, nunca las vio salir. Dejó la vigilancia casi al anochecer y caminó hacia el parque El Ejido, regresó por la avenida Amazonas y se detuvo en una cafetería para pedir un cortado. No pudo evitar escuchar la conversación de una pareja de mochileros que bebía una cerveza.

-                         Tú sabes que yo te quiero.
-                         Sí, siempre dices eso.
-                         Pero, es verdad, tú sabes que es verdad.
-                         ¿Y harías algo por nosotros?
-                         Sí, lo que sea.
-                         Dejemos el circo.
-                         ¿Y qué haremos? ¿Ser oficinistas?
-                         No te hagas, tú sabes hacer malabares.
-                         Y tú puedes ser el mago, ¿te acuerdas del truco del escapismo?
-                         Sí, claro que me acuerdo.
-                         Entonces (...), escapemos.

El cortado se lo bebió de un solo sorbo y caminó por la avenida Amazonas, por donde abundaban los cambistas que hacían negocios con la devaluación del sucre. Decenas de personas llegaban a buscarlos a pie o en carro, los llamaban como si estuvieran recogiendo a una puta, para preguntarles a cuánto pagaban el dólar, y si no les convencía el precio llamaban a otro y a otro y a otro. como si no hubiera mañana. Después de todo había para escoger. Llegaban con sus dólares porque creían que la devaluación había llegado a su tope.

Ernesto se dio cuenta de que necesitaba emborracharse, así que entró en el primer bar que encontró y pidió un vodka con hielo. En Discovery pudo divisar a un cérvido corriendo por una estepa. Después aparecieron un montón de lobos en la tierra de los turcomongoles del Altái, del Saiián y de la Siberia occidental: taiga y estepa bordeadas por el Irtish y el Yeniséi.

Cuando entró en la habitación del hotel tuvo miedo de encender la luz. Marcela estaba otra vez ahí con la misma camiseta de los Rolling Stones, con su cigarrillo y su whisky, después apareció su amiga.

Cuando despertó al día siguiente las cortinas estaban cerradas. Era como si nadie viviera en esa casa. Al día siguiente se levantó con pereza. Vio a una ambulancia parqueada afuera del edificio. Dos enfermeros sacaron una camilla cubierta, atrás caminaba la amiga de Marcela y los papás de Marcela. Los tres lloraban abrazados, sin ocultar su pena a los dos niños que los seguían a pocos pasos.

Ernesto regresó a su cama y leyó unas páginas de Shakespeare.


Los golpes en la puerta que se oyen después del asesinato de Duncan producían en mis sentimientos un efecto que no acertaba a explicarme. Los golpes reflejaban en el asesino un horror particular y una solemnidad profunda, pero, por más obstinadamente que traté de comprenderlo con la inteligencia, pasaron muchos años y nunca logré saber por qué los golpes en la puerta debían causarme tanta impresión.

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