Antes de la tragedia

 



Juan debía ir a alguna parte, no recordaba a dónde, ni el lugar donde estaba. Pudo ver a la mayoría de  sus hermanas; en algún momento llegó Milton que en realidad se llamaba Wilton; ese era un secreto de la familia; no podía salir del círculo familiar o de sus amigos de la infancia. Había un patio grande, como en una casa finca con un montón de cuartos, también estaba la tía Elsa a quién Rocío intentó regalarle un vibrador cuando la visitó en Hamburgo. Beatriz discutía algo con alguien. Anita y Graciela comenzaron a discutir sobre si Jacinto había sido compañero de Ramiro en la Universidad. <<Aquí hay algo raro>>, dijo Juan. <<¿Qué raro? Ya vas a decir que no conoces dónde estás. Igual que cuando viniste solo a emborracharte dos días>>, dijo Anita. <<Delirium tremens le llaman>>, dijo Graciela. <<¿Qué tomaste? Asómate para que te acuerdes donde estás>>, dijo Anita. A lo lejos se veía un poste de luz, cruzando un potrero. Más allá se veían árboles. El cielo estaba gris azulado, la típica noche quiteña. Beatriz permanecía en silencio, algo anómalo en ella. La casa tenía un segundo piso, subiendo por unas gradas de madera. En la casa había una invitada, una amiga de Juan. <<Y para qué la invitaron>>, reclamó Juan cuando hacían una especie de tertulia debajo de las gradas. Más al fondo había más cuartos donde estaba hospedada la tía Elsa. En la mañana cuando se cayó al intentar salir corriendo vio una serpiente y nadie se inmutaba. Lo miraba fijamente mientras se movía entre la maleza. Intentaba levantarse y nuevamente se caía; pidió ayuda y nadie le hacía caso, hasta que finalmente se puso de pie. Su papá de jactaba de poder matarlas de un solo machetazo. <<Dice que se va a casar>>, dijo Beatriz. <<Cuánta gente en el mundo se casa todos los días y por qué no están aquí esas personas>>, preguntó Juan. <<Calla, ve calla. Ya parece que estás loco>>, dijo Anita. <<Delirium tremens, qué le dije>>, apuntó Graciela. También estaba Gladys; casi no hablaba. <<Y si no tienen posibilidades para qué invitan>>, dijo Milton, a voz en cuello en medio del patio. <<Algo raro pasa aquí>>, dijo Juan y caminó hasta el corredor donde había más habitaciones. La tía Elsa salió recién bañada y con sus mejores galas. <<Y tía, le sirvió el vibrador que le regaló Rocío>>, preguntó Juan. Luego de hablar un rato con sus hermanas volvió a la habitación porque se había olvidado algo. <<Ya sé, estamos en un sueño, solo eso puede explicar las incoherencias que hablan>>, dijo Juan. <<Ay, Juanito>>, dijo con pena Graciela, mientras Anita comenzó a reír. La tía Elsa volvió y fue a su encuentro. <<Tía, ¿estamos en un sueño?>>, preguntó Juan. <<Ay, hijito, loco mismo creo que estás, como dicen tus hermanas. ¿Si te acuerdas de la fiesta de mañana?>>, preguntó sorprendida. Y Juan corrió donde sus hermanas y les dijo, sí estamos en un sueño. Esta casa no existe. Yo no estaba con pijama esta mañana y no recuerdo haberme cambiado de ropa. Y despertó.

Ahí estaba la laptop todavía encendida; las notas de apuntes para escribir sobre la pelea de Beatriz y Rocío; la lámpara; los libros; la botella de whisky; la matrioshka que su amiga Ana Lucía había traído de Rusia y le regaló un día en un gesto de desprendimiento. Una mesa tipo secreter de la época de García Moreno, asesinado a machetazos en las afueras de Carondelet por mujeriego. Por la ventana podía observar el cielo todavía gris de la madrugada. Volvió a intentar dormir y volvió al mismo sueño. Esa vez no tardó tanto en darse cuenta de que estaba en un sueño. Y volvió a despertar, se levantó a leer periódicos en la Internet, era como El eterno retorno de Mircea Eliade, del que ya hablaron todos los filósofos alemanes, en los tiempos salvajes de la filosofía. Fue a la ducha, se puso un pantalón corto, una sudadera y salió. Subió la bicicleta al auto y bajó de la montaña. La ciudad todavía parecía dormir, así que se detuvo un momento para aspirar el aroma a eucalipto. Cuando volvió de Alemania siempre posponía sacar la bicicleta que estaba totalmente empolvada, hasta que llegó la pandemia y en lugar de ciclear se dedicó a hacer muebles y a cocinar, hasta que eso también le aburrió. Ya cuando comenzó a bajar, todo el tablero del auto se descompuso. No medía la temperatura, ni las revoluciones, ni el calor del motor, ni la velocidad, ni siquiera el nivel de la gasolina. Ley de Murphy, pensó. Si pasa algo malo, siempre puede pasar algo peor. Primero fue a llenar el tanque en la gasolinera que está cerca del parque La Carolina, después de estacionó en uno de los parqueaderos del Municipio, donde alguna vez le sacaron quince dólares por haber perdido el tiquete. En ese momento recordó que no había puesto aire a las llantas de la bicicleta y que por eso había ido primero a la gasolinera. Mientras caminaba por la avenida Amazonas en sentido norte sur hacía la avenida Eloy Alfaro, antes de llegar a la Mariana de Jesús un señor que pegaba anuncios en un poste de luz le preguntó si se le había cansado la bicicleta. Pasó de largo, sin decir nada. Y medianamente comprendió lo que deben sentir las mujeres cuando son acosadas en la calle, una mezcla de indignación y rabia. Ya con las llantas con aire comenzó a intentar ciclear hasta el parque El Ejido. Las marchas no se acomodaban. Todo lo estaba haciendo al revés. Hasta que finalmente la bicicleta comenzó a andar. Sin ningún ruido. Había pasado tantas historias con ella, como cuando un taxista casi le atropella al intentar cruzar la avenida Colón por media vía. A veces descansaban en El Ejido en una pileta, antes de seguir al centro. Esa vez ya no estaba la ruta por la que siempre iba. El trazado había sido cambiado y era más aburrido, como todo en la pandemia. Eran decenas y decenas de ciclistas de un lado y otro de la vía, muchos en grupos sin respetar ningún distanciamiento social, con la mascarilla como si fuera un collar. Bicicletas con parlantes a todo volumen y remedos de Richard Carapaz que creían estar en alguna competencia rebasando a todo aquel que no iba a su velocidad, así sea cruzando entre grupos. En la bajada de la avenida Orellana hasta la Eloy Alfaro siempre le había gustado dejar que la cicla corra, levantarse y sentir el viento pegar en su cara. Es un tramo que tiene algo mágico. Tal vez porque en ese tramo una vez fue asaltado a las seis de la mañana cuando iba a hacer cicla en La Carolina. En los tiempos en los que decidió dejar la vida nocturna, desayunar café y jugo de naranja que las exprimía todas las mañanas. Con tanta gente fue imposible hacerlo y antes de llegar a la Eloy Alfaro, una mujer vestida de negro que iba adelante gritó; un tipo le había rebasado por la izquierda y frenó al oír el grito corchándole el paso y como no podía desviarse porque del otro lado estaba lleno de ciclistas frenó en seco y se fue al cemento. Nadie se detuvo a ayudar y hasta el que provocó el accidente desapareció.

Volvió al parqueadero, subió otra vez la bicicleta y se fue. El tablero seguía descompuesto. Tal vez estoy en otro sueño, pensó. Ya en la casa pudo comprobar el tamaño de los daños. Pasó tres días sin ponerse de pie.

Una profusa carcajada se debió haber escuchado desde la montaña hasta los valles. <<Solo a ti te pasa eso>>, dijo ella. <<No capté las señales, el auto descompuesto, las llantas desinfladas, la burla del tipo cuando me vio caminando con la cicla. Simplemente no entendí. Me pasas el whisky, por favor. Todavía no puedo caminar>>, dijo Juan.


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