Keep walking
En un departamento del cuarto piso del bloque S-2 de la
ciudadela La Saiba, en el sur de Guayaquil, fue hallado muerto Tito del Salto
Delgado. Eran las nueve y cuarenta y cinco de la mañana de un domingo. El
cuchillo se había ensañado con su tórax, su rostro y sus manos; dos puñaladas
eran visibles en sus dedos anular y medio. El cuerpo estaba tirado en un mueble de la sala.
Un amigo, Jorge Battaglia, que ya caminaba con bastón, había llamado a la
Policía luego de que no acudiera a una cita pactada en la playa. El teniente de
la Policía, Eduardo Argüello, fue el primero el mirar el cadáver. Los cajones de las cómodas y anaqueles estaban desordenados, así como los bolsillos del pantalón. La primera hipótesis
del caso derivó en un robo. La noche anterior, Tito del Salto había organizado
su última fiesta con boleros, rancheras, pasillos y albazos. Nada extraño entre
los vecinos acostumbrados a su bohemia. El fiscal Carlos Pérez Ascencio había
declarado que por el estado del cuerpo y los malos olores el crimen pudo haber
ocurrido la noche del viernes, un dato confirmado por la autopsia. Esa noche no
había adivinado que iba a morir, solo le había confesado semanas antes a un
amigo que su muerte sería fatal. Después de todo creía en el destino; se hacía
leer la mano, el tabaco y el café. También seguía a pie juntillas lo que su horóscopo
decía para conseguir trabajo, alejar los peligros y atraer el amor.
<<Llegaron sanas y salvas>>, dijo Juan al
estacionar frente a la casa de Graciela. Ella iba a continuar con su ritmo fitness: preparar a Rocío para el
matrimonio. Todo era un ambiente de fiesta. <<Si voy a tu matrimonio ni
siquiera me preguntes por cómo voy vestido>>, le dijo Juan.
<<Verás, ni me hables de eso>>, dijo Rocío. Nunca le contaron que
Jacqueline iba a estar en la fiesta. Y tampoco la vio hasta que en el salón de
invitados alguien comentó que estaba en una de las mesas del fondo.
De vuelta en su departamento miró el cielo azulado y desde el balcón contempló ese Quito extraño. Hasta la avenida Colón llegaba la ciudad, después estaban las haciendas y el hipódromo. Al oeste pudo ver una hilera de luces que no llegaban a ninguna parte, al occidente la vista chocaba con las montañas que los habitantes de esa ciudad creían les serviría como muralla para contrarrestar el ataque de los incas. Así fue cómo comenzó su viaje de regreso. Desde la muerte
de Malena no había parado de llorar, siempre veía su imagen ahí tendida en el
piso de la sala reclamando tiempo para vivir. A Gladys llamando al 911; la desesperación
al mirar por la ventana y no escuchar el ulular de las sirenas.
La noche del matrimonio estuvo sentado en la banca de una
iglesia viendo a mucha gente pasar. Y ya en la fiesta sintió ser recriminado
por su ausencia; por la muerte de Malena; por la muerte de su papá; por la
alegría que sintió cuando murió su mamá solo porque en la escuela le dieron
vacaciones; por la imagen del cadáver que pudo ver a hurtadillas, ahí en el
fondo de una gran casa de adobe. Por todo. Era el culpable. Esa noche solo se levantó y se fue sin que Rocío pudiera sospechar de su huida. Maribel corrió
detrás de él para intentar detenerlo. No escuchaba nada. Encendió el auto y
piso el acelerador, estuvo a punto de chocarse al salir de los dos puentes, la
mayor obra de Quito, que conectaba al sur con el norte de la ciudad.
Beatriz le llamó para decirle que el whisky no se había
acabado y tendrían una reunión en la casa de Graciela. Fue la primera vez que
las vio a casi todas juntas; Jacqueline todavía era una paria. Beatriz comenzó a
repartir Jagger. El karaoke se encendió. Y todas pedían turno. Recordó esa
tarde en Frankfurt cuando la borrachera estaba a cargo de Juan, Rocío y
Beatriz, mientras Kai hacía de barman.
<<Verás Juanito, te voy a contar lo que pasó esa noche, pero no les vayas a decir a las brujis que yo te conté. Ahí te inventas algo>>, le dijo Maribel cuando iban camino a Bremen en un tren, con un Sauvignon Blanc y un Cabernet Sauvignon de tren. Pero primero tómame una foto.