La pelea
<<Estoy bien>>, dijo después de vaciarse dos botellas de vino. Era viernes y la ciudad lucía como un domingo en la noche, vacía. La segunda ola del coronavirus había despertado extraños temores entre la gente. Volvió a dejar de ir a los espacios públicos, se volvió a encerrar automáticamente, sin que nadie dijera nada. Rappi seguía creciendo con sus entregas a domicilio. Uno de los chicos buscaba las verduras, las frutas, los condimentos, las carnes, la leche, los quesos, los helados, el pan (…), otro esperaba afuera con el carro de compras. La máquina del mundo seguía funcionando sin gente. Todos encerrados entre cuatro paredes a la espera de una vacuna. El miedo estaba a flor de piel. Al otro lado del borde estaban los narcotraficantes, los dealers, las pastillas Mercedes Benz, la hierba y el TENGO HAMBRE en cada esquina, en cada calle. Más que por miedo al virus, Juan había dejado de salir por miedo a esas imágenes que le taladraban la mente todas las noches. Hace mucho tiempo había dejado de tener hambre, se conformaba con un whisky en la mañana, otro al mediodía, otro en la tarde y el último en la noche, sin contar con el de las madrugadas con entremeses, los llamados banquetes cortesanos.
<<Conduce tú que estás más sobria>>, dijo Juan. Esa mañana ella había llorado escuchando Hawái de Maluma. Su exnovio había subido algo a su Instagram, seguramente una foto con alguna otra chica en algún puesto de alitas de pollo y estalló en llanto, frente a una pizza con salami. Fue como una lluvia que cayó sobre una pizza casi perfecta. <<Admiro tu capacidad de extrañar>>, le dijo. <<¿A cuál de todos?>>, preguntó. <<Una buena pregunta. La vida está hecha de buenas preguntas más que de buenas respuestas>>, dijo Juan. Bajó por la avenida República y se quedó un momento estática, al contemplar el árbol de navidad apagado del centro comercial El Jardín. Era noviembre y por primera vez el árbol permanecía a oscuras como si la humanidad hubiera retrocedido a los tiempos de Tolkien, al mundo sin comunidad, sin los Hobbits; a la era de Bilbo Bolsón, el portador del anillo.
Su mundo estaba delimitado, así que agarró por la Eloy Alfaro hacia el Occidente y bajó por la avenida Amazonas hacia el sur. <<¿Seguro que estás bien?>>, preguntó Juan. <<Fueron solo dos pinches botellas de vino>>, respondió. Al llegar a la Calama, Juan contempló su pub favorito convertido en una especie de farmacia, dedicado a la ventas de mascarillas, gel, alcohol y hasta trajes espaciales para caminar en la ciudad. Al llegar a la Juan León Mera se desvió a la derecha. Dos cuadras más adelante, después de escuchar tantas bocinas e insultos a viva voz comprendió que estaba en contravía. Dos policías aparecieron en motos cuando alcanzó a dar retro para salir por la Foch otra vez a la avenida Amazonas. <<Platica perdida, se me pasó la borrachera>>, dijo cuando finalmente salió y apretó el acelerador porque pensaba que sería perseguida por la Policía. <<Nunca vas a saber lo que es bastante hasta que no sepas lo que es más bastante>>, le dijo finalmente en un bar de la Foch, en el tercer piso, con una michelada al frente. <<La selfie, para que crean que estoy de farra en viernes>>, dijo. La Foch estaba casi a oscuras, unos policías metropolitanos, con megáfono en mano, llamaban a la gente a usar las mascarillas, acompañados con una persona disfrazada de la muerte con guadaña en mano.
<<Ella es una perra>>, le dijo. <<¿Quién?>> preguntó Juan. <<Su novia salió a fumar un cigarrillo y ella le comenzó a coquetear, a estirarle la mano por el brazo. El muy perro se cambió de silla y ahora está junto a ella. Veamos qué pasa cuando vuelva la novia>>, dijo. Juan se levantó para ir al baño y al volver le dijo que la novia del chico en la mesa era lesbiana. El chico era solo parte de la tramoya, tal como lo fue él cuando fue con Rocío y Graciela en su viaje a Ipiales. Ellas necesitaban un intermediario para hablarse sin levantar sospechas, al igual que todas sus hermanas. Eran las víctimas y las victimarias.
<<¿Y por qué crees que le dieron 121 puñaladas?>>, preguntó Juan, al pasar San Gabriel, el pueblo de los intelectuales del norte del país, donde alguna vez intentó soportar una borrachera de dos días, con dormidas en el parque incluidas.
<<No puedes cambiar de música, no tienes algo de Carmencita Lara>>, dijo Graciela. <<Tienes algo más que ese pun pun tan tan para oír>>, le había preguntado Beatriz, alguna vez que fueron a Santo Domingo, a la casa de Graciela a campechar en el río. Siempre había que comenzar aguas abajo y en la noche. Después todos esos pescados se volcaban en un caldero. Era la cocina que le enseñó su tío César. Ahí frente a un fogón, en la más absoluta oscuridad.
<<Y si nos pasamos y nos detienen más adelante. Dicen que hay un montón de retenes. No, prefiero hacer la fila y pagar los aranceles>>, dijo Graciela. Ya en el puente Rumichaca, Juan bajó a preguntar cómo era el trámite para desaduanizar y uno de los policías de Migración había pedido a Graciela y Rocío que movieran el carro. Y Graciela por no bajarse y dar la vuelta al auto había pasado de un asiento al otro destruyéndole lo que Juan más guardaba, un portateléfonos instalado en el ventilador. Pasaron tres retenes y antes de llegar a Ibarra fue detenido por unos militares. Graciela sacó orgullosa el papel del trámite de desaduanización y les tiró en la cara. Por debajo había pasado mucha más tecnología.
<<En Alemania rara vez te detienen, al menos que seas sospechoso, pero aquí casi todos son culpables. Hay mucha xenofobia>>, dijo Rocío. <<La xenofobia no es un patrimonio de América Latina, la región que más ha sufrido por esa mierda y que la intenta replicar acá, como si ya fuéramos los amos del universo solo porque se canta esa cursilería de comandante che Guevara o Sabina, Fito Paez, Silvio Rodriguez y tanta trova que daña los oídos; la xenofobia es del mundo entero>>, dijo Juan. <<Aquí, allá no; les ayudan, les dan ventajas>>, dijo Rocío. <<No se trata de ayudar o no, sino del reconocimiento del otro, del aceptar al otro como un diferente que no tiene ni más ni menos que tus capacidades>>, dijo Juan. <<Pero a quién mataron con 121 puñaladas>>, preguntó Graciela.