El palacio árabe
<<Al final de la Edad
Media, la lepra desaparece del mundo occidental. En las márgenes de la
comunidad, en las puertas de las ciudades, se abren terrenos en los cuales ya
no acecha la enfermedad, aunque ha dejado terrenos estériles e inhabitables.
Durante siglos estas extensiones pertenecerán a lo inhumano (…). Desde la Alta
Edad Media, hasta el mismo fin de las Cruzadas, los leprosarios habían
multiplicado sobre toda la superficie de Europa sus ciudades malditas>>.
La historia de la locura de Michel Foucault en cierta forma es la historia de la espera de una nueva encarnación del mal, de la mueca distinta del miedo, la magia renovada de purificación y de exclusión. Sus ojos se detuvieron en un extraño movimiento de un colibrí en el patio donde intentaba terminar de escribir Divorcios, la novela de la exclusión y la purificación. A veces entraba, se quedaba entre las ramas de alguna planta o en el bebedero roto sin agua y fingía beber agua, hasta poder saltar a una enredadera colgada en el techo del patio.
Sus ojos
pronto se fijaron en una especie de nido tejido con líquenes, musgos, hojas,
pelusas de algodón, pedazos de plantas blandas, semillas, trozos de plantas y
pequeños palos en la capa para que sea más fácil camuflarlo. Dejó solo al
colibrí frente a su nido y se metió a seguir leyendo sentado en el sofá con
un bourbon para hacer más soportable el frío. El teléfono
sonó, era una videollamada de Beatriz. Puso contestar y colocó la cámara
enfocada hacia la mesa de canelo.
<<No contesto
videollamadas, me parece una intromisión en la intimidad de las
personas>>, dijo. Beatriz estaba con Maribel, totalmente borrachas,
seguramente con mojitos que debían saber a limonadas con unas gotitas de ron,
dispuestas a sacarle una fecha para que vaya a visitarlas en Frankfurt. Fue una
hora de preguntas insistentes. <<Ajá, y cuándo vienes y así hasta conoces
a tu sobrina>>. Liz para ese entonces habría cumplido un año. Rocío a
veces le enviaba fotos de ella cuando no estaba enfrascada en peleas con
Graciela, Anita o Beatriz. <<Dicen que el tiempo pasa para uno, pero pasa
para todos>>, dijo al parafrasear a Borges. <<Supongo que iré el
próximo año>>, dijo finalmente. Juan pensaba que la borrachera les haría
olvidar la promesa. Y no, desde el día siguiente su viaje ya estaba planificado.
Sus hermanas, en ese sentido, no dejaban nada al azar, aunque creían mucho en
el azar. En la suerte, en la fortuna. Estaban llenas de pócimas mágicas, de
árboles de la suerte, de ritos y música.
En ese tiempo había
conocido a Marbelys, una suerte de encantadora de serpientes muy disgustada con
su nariz. <<Será mi último viaje, después volveré, me iré a Montañita y
me hospedaré en una suite de un hotel con aspecto de palacio árabe que está en
plena playa y me descerrajaré un tiro>>, dijo. <<Juan, te creía con
más imaginación>>, le dijo.
<<Ya conozco tus
tendencias sádicas, tú eres un sádico chico>>, le dijo la primera vez que
experimentaron con el sexo. <<A mí solo me gusta que me tiren del pelo y
me chupen las téticas. Me las voy a operar. También la nariz. He ahorrado mucho
para eso>>, dijo. <<Para qué>>, preguntó. <<No lo sé,
porque quiero y puedo. Eso no te importa chico. La puta confianza>>, dijo.
El día del viaje, unos tres meses antes de conocerse sobre la pandemia del coronavirus, puso unas cuantas mudadas en la maleta y unas humitas hechas por Graciela. Era la primera vez que llevaba ese tipo de cosas en un viaje. Graciela no se hablaba con Beatriz ni con Rocío; Beatriz no se hablaba con Graciela ni con Rocío; Rocío no se hablaba con Graciela ni con Beatriz. Ya en el aeropuerto le dijeron que su conexión en París demoraría porque había sobreventa de tiquetes.
No protestó. Cuando Dante
desciende al Infierno de la mano de Beatriz lo hace con la certeza de que debía
cruzar nueve círculos. Ese viaje representaba los tres primeros círculos.
Era diciembre y había huido del chullita quiteño y las chivas llenas de borrachos que se caían de cabeza después de tanto canelazo; había huido una vez más de las fiestas de Quito. La huida era su norte. Siempre necesitaba huir.
En la sala del aeropuerto
de Frankfurt lo esperaban Beatriz y Kai. <<Solo tenemos vino>>, le
dijo Kai, no hay whisky. Y así, en la más absoluta sobriedad, se fue a dormir.