El festín de Beatriz

 



Ya era casi la medianoche cuando llegó a Quito y su primer gran reto fue recordar donde había dejado el auto; tenía apenas quinces minutos para salir del aeropuerto, después de pagar el parqueadero. Y así fue de lugar en lugar aplastando la alarma de desbloqueó a ver si sonaba. Después de diez minutos halló el vehículo y salió. Una leve llovizna caía sobre la ciudad cubierta de neblina; al llegar a la avenida Simón Bolívar por la Ruta Viva en lugar de agarrar el desvío para seguir al norte se metió en el desvió sur rumbo a la nada, a la oscuridad más absoluta por lo espesa de la neblina; debió correr como media hora hasta llegar a un cruce en U y ya al llegar a la entrada al túnel Guayasamín intentó recordar cómo había llegado a ese sitio, a ese lugar donde Ernesto, el protagonista de su primera novela, entraba con el ánimo decaído porque entraba en el laberinto de la perdición y la infidelidad, donde tantas veces le fue infiel a Ariadna, la bella Ariadna. Siempre la imaginó como la mujer que está a la izquierda de Baltasar al caer de la silla y parecer salir de la pintura de Rembrandt con los brazos en una actitud tan defensiva que vierte el contenido de una copa dorada; parte del botín saqueado del Templo de Jerusalem por Nabucodonosor, el padre de Baltasar. Rembrandt había decidido llevar al lienzo un pasaje del capítulo quinto del Libro de Daniel, del Antiguo Testamento, donde los señores, sus esposas y concubinas brindaron por los dioses paganos. La Sodoma y Gomorra poco conocida. Rembrandt retrató el miedo de la humanidad ante las palabras, ante tres sencillas palabras: Mene, Tekel, Upharsin. Mene, traducido por el esclavo Daniel como contó Dios tu reino, y lo ha rematado; Tekel, pesado has sido en balanza y fuiste hallado en falta, y Upharsin, tu reino ha sido destruido y será dado a Medos y Persas. Esa noche, la del festín de Baltasar, Darío de Persia se apropió de ese reino tras acabar con la vida de Baltasar. Y Juan habría seguido divagando de no ser porque una luz fantasmagórica le alertó que estaba a punto de chocarse contra un furgón que iba adelante.

Lorena, en cierta forma, representaba a Ariadna y a la mujer de rojo del cuadro de Rembrandt. La volvió a ver después de mucho en un bar llamado La Chula, por la 94, en Bogotá. Se dejaron de ver cuando ella decidió tener novio. Juan simplemente se fue. En algún momento de su vida decidió que las mujeres comprometidas son demasiado aburridas. Lógicamente, ella le bloqueó en Whatsapp. Y tiempo después le había desbloqueado para pedirle ayuda porque había tenido un accidente cuando estaba en una presentación. Lo siento dijo y no volvió a escribir más. Otra vez lo volvió a bloquear, la amenaza más contemporánea en las relaciones personales, familiares y de amigos era el bloqueo gracias a las grandes tecnológicas que se enriquecían con las angustias, los temores, las alegrías, las tristezas de miles de millones de desconocidos. Ya no había cartas rotas ni apiladas sin abrir, solo el bloqueo.

Esa noche llegó borracho y hasta extrañó aquellos días en que eso se solucionaba con dos líneas blancas. Cuando la botella de aguardiente y una fritanga estaban sobre la mesa ella se puso de pie y se fue. Él se quedó en medio de la calle gritando ¿qué hice? Pues lo de siempre, ser políticamente incorrecto. Volvieron a verse, ella sobria y él fingiendo sobriedad. Había llegado el momento de cumplir su promesa e irse a Montañita, alquilar una suite de un hotel tipo árabe, propiedad de un iraní-estadounidense, y descerrajarse un tiro. Antes decidió festejarle su cumpleaños; a su amiga Ana Sofía le pidió que le prestara su departamento. Y ella le acompañó al supermercado donde compró un rack de cordero, arroz arbóreo, vino, aguardiente y whisky. Ya por la tarde llegaron caminando por esas calles de Bogotá, hablando a todo pulmón, Ulises, un actor cubano con voz de tenor, y Leo, el profesor de baile de la academia de actores de Tao, el hermano de su amiga Ana Sofía. Era su despedida. Sabía que no la volvería a ver y así fue.

Lo recordó todo cuando estaba con Rocío en la estación de tren de Hamburgo y le contó sobre el desenlace de una de sus grandes borracheras, cuando se cayó sobre los rieles del tren y logró pararse y salir antes de que llegara el próximo tren. Ese día caminaron como simples turistas por Hamburgo, con Maribel tomando fotos y haciendo selfies. <<Tiffany´s>>, dijo Juan cuando bajaron a una de las calles de las tiendas suntuarias. <<¿Y qué es eso?>>, preguntó Maribel. ¿Un sex shop?>>

-       ¿Y por qué el festín de Beatriz?, preguntó Marbelys, sentada desnuda frente a una chimenea.

-       Es la historia previa al festín de Rocío. Yo ya no debería estar aquí, cuando regresé de Alemania solo debía empacar y largarme a Montañita. Una extraña sucesión de sucesos me detuvo en Quito y me devolvió a la casa de mi hermana Anita, convertida en toda una femme fatale. El matrimonio ya no le importaba, solo deseaba recuperar la vida perdida, como el tiempo perdido de Proust, siempre enfermo y encerrado buscando calor.

-       ¿Y cuál fue el festín de Beatriz?

-       Cuando llegaba, ya sea a la casa de Anita o Graciela, dependiendo de con quién no estaba peleada, todo el mundo se preocupaba por cuidar los ingredientes justos para que cocinara. Alguna vez llegué a la casa de Graciela y me mostró varias salsas que había traído de Alemania, porque creía que en el Ecuador vivíamos en la edad de piedra. Le dije que las podía encontrar en cualquier supermercado, pero luego me mostró su espejito con el que los españoles conquistaron América. Era rúcula, se trajo desde Alemania rúcula que es como la papa por acá, pese a que la hicieron famosa los romanos.

-       ¿Era un plato con rúcula?

-       No, solo me mostró la rúcula; ella preparaba un pollo con una de esas salsas espesas con tendencia al curry. Cuando cometí la herejía de decir que el pollo estaba salado recibí una reprimenda de Jacinto. <<Come, te están invitando>>, me dijo. Iba a decir algo, pero preferí el silencio. Por suerte yo como poco, así que no fue extraño pedir la mínima porción, porque no había whisky en la mesa. Jacinto, que tanto parecía disfrutar el plato, dijo no cuando Kai le ofreció otro plato.

-       ¿Ese fue el festín?

-       No, el festín fue en la casa de Anita, cuando Beatriz estaba peleada con Graciela, Rocío y hasta en ese entonces también con Anita. En esa ocasión solo había un arroz con huevo y plátano frito y como aderezo la conversación. Sobre la mesa había un pájaro azul, un licor artesanal de cuarenta y cinco grados. Y todo comenzó cuando estábamos en la mesa y Beatriz comenzó a llorar después de hacer un reclamo absurdo. <<Claro, ahora yo soy la mala de la película, porque todos van a decir cómo le reclame a Juanito>>. Ella deseaba ser la buena de la película de la familia. Ser como Milton, llegar y ver que todos le tendieran la alfombra roja. Eso había pasado ya hace mucho tiempo. Es la historia de una fotografía que nunca contaré, porque no soy infidente.


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