La estación de Bremen

 



<<Dile a Torsten que nos busque en el vagón de primera clase>>, le dijo Maribel a Rocío. Ella era la última de sus hermanas y no podía irse de Alemania, su último viaje, sin verla y sin conocer a Liz, su última sobrina. Su universo estaba lleno de mujeres. Su amiga Nadesha le había hecho caer en cuenta en eso, alguna vez que leyó alguna de sus historias, tan llena de ficción. Esa estaba ahí, en medio de la gente que corría de un lugar a otro; se acercaba la Navidad, la fiesta religiosa prepandemia. Rocío no estaba porque con Liz en el auto habría ocupado todo el espacio. Lo supo minutos después, cuando llegó a su casa y la halló correteando por todos los espacios, con una alegría que le recordaba su niñez.

<<No quiero té>>, le dijo a Rocío. La última vez que la había visto fue en su matrimonio en Quito, cuando iba y salía de la casa de Graciela, donde la mantenía con té y con trotes en la mañana por el parque lineal en la preparación para la boda. Después se pelearon, por cualquier pretexto. Sus hermanas no podían pasar sin pelear las unas con las otras. Tampoco podían vivir sin las unas con las otras. <<Ya quiero ver cuando me muera, todas van a llorar>>, le dijo Beatriz, una mañana cuando estaba en su casa en Frankfurt con una taza de té en sus manos, mirando al vacío.

En su familia todos miraban al vacío, por algo eran sobrevivientes. Abundantes platos estaban sobre la mesa, menos té. Torsten abrió una botella de whisky y le comenzó a contar sobre sus años en La Florida. Le intrigaba mucho el tema del narcotráfico. <<Un kilo producido en el Putumayo puede salir por tres mil dólares, en Estados Unidos el precio sube a cuarenta mil dólares y en Europa puede llegar a los ochenta mil dólares>>, le dijo Juan.

Un contraste era evidente en esa casa, donde el entretenimiento se vivía entre MasterChef Ecuador y Wagner o el Anillo de los Nibelungos. Juan supuso que esa era la felicidad. La felicidad de Liz. Torsten preparó mojitos para Rocío y Maribel. Juan nunca entendería ese gusto por la hierba buena y los cócteles de sus cuñados.

Al día siguiente, cuando despertó, Liz seguía correteando por todos los espacios, sin fronteras. Y otra vez el desayuno sobre la mesa, sin whisky, ni vino ni Jagger. Liz salió con un sobretodo azul para chapotear sobre los charcos de agua cuando salieron a recorrer el pueblo. Y comenzaron a caminar y caminar y caminar y a mirar el pasado, el presente y el futuro incierto de Agustín de Hipona. Era su último viaje y disfrutar de las cosas sencillas: la llovizna o ver el tiempo que pasa al mirar el cielo y cambiar de pantalla como en cualquier Smartphone, supuso era la vida.

-        Cuéntame una historia.

-        No hay historia.

-        Puedo poner música desde acá.

-        Sí, busca el bluetooth.

-        ¿Qué quiere escuchar?

-        Las fugas de Bach.

-        De dónde se fugó.

-        De su cárcel.

-        Explícame.

-        Es la magia. Sin causas y con efectos.


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