La madrugada


 


Cuando llegó Sabath para devolverle la garantía del arriendo, la suite estaba medianamente arreglada, atiborrada de libros, botellas de vino y periódicos. Ese maldito yo estaba en la mesa de noche. Una relación había llegado a su fin y ya solo quedaba el sexo de reconciliación para volver a irse, a huir. Ahí estaba Corrientes, la calle a la que había aprendido a conocer por Borges; se había sentado en la puerta de la Biblioteca Nacional por la que tantas veces debió haber pasado Borges; recorrió el centro de Buenos Aires en busca de su casa. Nunca preguntó nada, porque no deseaba parecer turista. Conocer los mitos de su existencia era su gran pasión. Ya había conocido el hotel donde Thomas Mann escribió Carlota en Weimar y donde Goethe presidía la mesa en su comedor alejado de la cocina. <<Lees mucho>>, le dijo Sabath, al contemplar las pilas de libros arrumadas en las paredes. <<Algo>>, dijo Juan, todavía de pie mirando Corrientes, con una copa de vino pegada a su mano. En Weimar brindó por Goethe, por las penas del joven Werther, por los colores, por ese pacto con el diablo donde los dos prometían no hacerse daño. Su vida había transcurrido demasiado a prisa; después de Weimar fue a Dresde donde lloró mirando la ópera en un teatro reconstruido después de la segunda guerra mundial. Lloró en silencio. En Hamburgo tenía una cita con Rocío. Esa noche llegó a su hotel y caminaron por calles desconocidas para él hasta llegar al puerto donde tuvieron una cena agradable. Y ahí estaba de nuevo en Hamburgo, con Rocío y Maribel vitrineando. <<Tiffany’s>>, les dijo. <<Y qué es eso>>, preguntó Maribel. <<Truman Capote, el olor a cuero y plata en la Quinta Avenida, el desayuno. Un café>>, dijo Juan. <<Verás, a mí me hablas en castellano>>, dijo Rocío. <<Típico de Rocío, una vez vino y me dijo ni sabes, me compré una blusa de marca. Y cuando le pregunté qué marca dijo que no sabía, pero tenía una etiqueta con una marca>>, le dijo Beatriz cuando le contó que ni Maribel ni Rocío conocían Tiffany’s.

En ese día soleado en Hamburgo le contó a Rocío que se iba a suicidar. <<No puedes>>, le dijo. <<Soy pobre, me casé y necesito por lo menos dos años para recuperarme. Y si no voy a tu funeral tus hermanas van a hablar pestes de mí>>, le dijo. <<Sí Juanito, yo tampoco podría viajar a tu funeral. También estoy pobre, divorciada y recién me estoy mudando de Brasil>>, le dijo Maribel. <<Ya sé. Si te suicidas les voy a decir a tus hermanas: verán, yo ya hablé con el difunto y le dije que no podía ir a su funeral>>, dijo muerta de la risa por su ocurrencia. Volvían a ser los niños a los que nada importaba, solo las risas y el olvido, nada más, ni el hambre, ni la olla de presión explotando ad infinitum interesaban. Y de pronto se convirtió en la hermana mayor, en la niña obligada a sobrevivir; que se levantó de su caída en los rieles del tren de una de las estaciones de Hamburgo y decidió seguir viviendo. Su elección fue la vida. <<Verás que si te encuentran con licor te sacan del tren>>, le dijo en su viaje de regreso a Bremen a modo de reprimenda. <<En primera clase nunca te dicen nada de eso>>, le dijo Juan.

Al volver a casa, Liz los esperaba con sus gritos, con su más, más, más. Y al día siguiente Torsten le llevó a un polígono de tiro. Disparó y disparó una y otra vez. <<Y contra quién disparas>>, le preguntó alguna vez Lorena. <<Contra mi conciencia>>, le dijo. Fue la última vez que la vio, después de eso ella desapareció porque había ido tras un nuevo romance como en Desayuno en Tiffany’s. Y él se quedó en casa huyendo de sus fantasmas. Por alguna extraña razón había entendido el correr de las horas, del tiempo, de Sabath, de Borges, de Goethe. Y volvió a mirar el amanecer, la madrugada del beso estampado en un libro que nunca se perdía en sus mudanzas.

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