Entre Ambato y Hamburgo

 



<<Ve, denuesta, la fidelidad, el arrepentimiento llegará después. Los versos son atribuidos a Goethe>>, dijo Juan. Ella estaba en la hamaca, desnuda, con un Baileys en la mano. <<A veces pienso que caminas más rauda que el remordimiento en busca del pecador>>, dijo Juan, mientras miraba por la ventana el rosal con el rocío que quedaba de la tormenta, las gotas a punto de caer para desatar otra tormenta. <<No seas estúpido>>, le dijo ella. Esa era su palabra favorita. Su mundo se reducía a la estupidez de la gente que la rodeaba, sus pretendientes, como en la historia de Penélope, la mujer que deshojaba las horas en Itaca esperando al casto Ulises, de quien se burló Joyce. La historia de la infidelidad, la historia del hombre fiel por excelencia, atado a un mástil para evitar las tentaciones, y la de la mujer abnegada. <<Por eso no me gustan las telenovelas de tu país, porque la mujer siempre es la persona fiel cuyo trofeo final es alguien al que estará condenada a serle fiel. Delia Fiallo, la mujer que escribió la historia de Venezuela. En realidad, tu país siempre ha estado invadido por Cuba, primero desde sus cenicientas y ahora desde sus tragedias narcocómicas>>, dijo Juan. Esa fue la primera vez en mucho tiempo que volvieron a tener sexo, en un encuentro casual. La primera vez que Juan volvió a tener una erección.

Esa mañana le había escrito para contarle que estaba en Ambato y le envió una dirección, después de una ducha de agua fría y un whisky puso en el Waze la dirección enviada y comenzó a manejar como un zombie, en la sociedad de los zombies. Un trancón de dos kilómetros en la salida de Quito fue su primer obstáculo y después de dar las vueltas en círculo, como si estuviera en el descenso a los nueve infiernos de Dante, volvió al mismo sitio donde ya estaba habilitado el paso, cerrado antes por un accidente de tránsito. En el peaje sintió un golpe en la parte de atrás y solo pasó la caseta y se detuvo más adelante; un carro Mazda hizo lo mismo y cuatro hombres salieron enfundándose antes sus mascarillas. Ninguna pelea estaba permitida sin mascarillas en la sociedad del coronavirus. Ellos insistieron que Juan había soltado el freno del auto y había retrocedido y había golpeado su auto. Eran buenas personas; decidió no insistir en que él era la víctima y accedió a pagar veinte dólares al ver el Mazda hundido en la parte delantera. Con el geolocalizador llegó a la dirección indicada donde el tiempo parecía no haber pasado, donde la pandemia era un complot de la neolocalidad. Era como una fiesta de disfraces, de esas de Fellini. El gran circo de Fellini, el cineasta de la posguerra. La posguerra parecía haber llegado a ese sitio. Juan, refugiado en su mascarilla, se la levantaba de vez en cuando, para beber breves sorbos de su cuba libre sin coca cola, ni hielo ni limón. Ella necesitaba regresar a Quito esa noche y todos sus pretendientes estaban peleados unos con otros, su ganado se había juntado; él necesitaba salir de la ciudad esa noche. Sus intereses, por alguna extraña razón, estaban entrechocados. Fue como aquella noche que estaba en Cancún, en el Cocobongo, sin la borrachera. Ya en el carro, ella comenzó la discusión por teléfono con su novio ambateño, porque había desparecido después de regalarle unas mariposas en esas cajas artesanales hechas para turistas. Un regalo de cinco dólares. <<Eso es amor>>, dijo Juan. <<No seas estúpido. A mí me gusta la naturaleza>>, dijo ella. <<La naturaleza muerta de Van Gogh>>, dijo Juan. <<Cuando será que dejarás de hablar tantas estupideces>>. La neblina se comenzó a espesar en la carretera. Y en algunos tramos llovía a cántaros. Ella quiso ser la DJ de la noche para jactarse del YouTube Premium que había contratado para ella y otro de sus pretendientes, quien le llevaba de paseo a la Mitad del Mundo, un lugar horrible para turistas a 30 minutos de Quito. Era la música más cursi que había escuchado, cantada en inglés. En la entrada a Quito, la neblina se hizo más espesa. Juan imaginó haber llegado al limbo, el primer círculo del infierno donde Dante ubicó a los hombres buenos, muertos antes de la llegada de Jesús, quien aprovechándose de su posición de hijo de Dios se apoderó a muchas de esas almas y les impidió conocer el segundo círculo, tal vez el más importante, el de la lujuria.

Era la madrugada, cuando entraron a Quito, una ciudad fantasma los recibió. Todo cerrado. <<No sé cómo llegamos a esto. No es que esta ciudad se haya caracterizado por ser cosmopolita, hasta Ambato parece más despierta, pero antes por lo menos había amanecederos como el Séptimo Cielo, el círculo de la violencia, según el señor Dante>>, dijo Juan. <<No sé de qué me hablas>>, dijo ella.

<<¿Y cómo va la historia de tus hermanas? ¿Ellas te preguntan algo cuando escribes sobre mí?>>, dijo ella mientras la hamaca se balanceaba y afuera comenzaba a caer una tormenta que parecía anunciar el diluvio. <<Ellas nunca me preguntan nada, porque saben que nunca respondería. Yo soy siempre quien pregunta. Y la última respuesta me dejó impávido, la escuché en una estación de tren de Hamburgo. La de Rocío. Las confesiones de Rocío>>, dijo Juan. <<Pues leeré esa historia, algún día, cuando tenga tiempo>>.

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