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Mostrando entradas de 2019

La razón de Pascal

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Sobre la mesa contempló un bosque de botellas de bourbon. Bosque de botellas secas que pronto pasarían al olvido; parte de la deforestación que avanzaba en su vida, en su cuerpo, en su pecho, en ese grito de los cuervos que escuchó en un pueblo cerca de Frankfurt donde había cierta idolatría por los hermanos Grimm, los mayores exponentes de la literatura universal donde sus protagonistas son expuestos a amenazas más peligrosas que una bomba nuclear y se sobreponen, salen adelante, burlan la maldad de las hadas y de los espíritus buenos. Never more , repetía Edgar Allan Poe con su aire victoriano. Entendió el significado de esa expresión cuando contempló al cuervo parado sobre una rama de un árbol, a los pies del castillo donde la Cenicienta olvidó su zapato. La intrascendencia del príncipe, se dijo. La intrascendencia de Edgar Allan Poe y su Eureka . La temperatura estaba en un grado centígrado y debía salir. Sintió estar viviendo el cuento de la casita de chocolate con la amenaz

Kaufland

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¿Qué es el territorio? ¿Hay un país? ¿Por qué algo te parece tan familiar? El ruido de la lluvia era demasiado fuerte. Así que decidió despertar. Él siempre supo que la vida era un asunto de decisiones, de decisiones tan triviales como saber cuándo despertar y cuándo dormir; cuándo estar sobrio y cuándo ebrio; cuándo divertido y cuándo aburrido. Encendió la cafetera y agregó al sabor somnoliento del café el ritmo de la cumbia, del candombe, del grito africano del Río de la Plata que pudo escuchar en Colonia, mientras degustaba un cartocho con un vino de la localidad. Ella bailaba y en su baile pudo ver su alma. Era su delirium tremens . Desde la ventana pudo contemplar el bosque tropical y absorber el aroma de la tierra mojada y el canto traicionero de los colibríes. Esos lindos pajaritos que deambulan por bebederos humanos con sus puntas y dientes afilados. Esos capaces de sacar los ojos a cualquier desconocido que intentara cruzarse por su camino. Ella dormía. Al despertar pr

Y cuándo volverás

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El deseo constante de morir, y el de seguir resistiendo, solo eso es amor, había leído en los Diarios de Kafka. Lo recordó  parado ahí en la estación de Frankfurt, esperando un tren que lo llevaría a Bremen, la tierra de los músicos y cazadores, de las pescaderías. Iba a conocer a su sobrina, a la que conocía solo por fotos y videos que le enviaba su hermana de vez en cuando. Kafka le era tan familiar en esas estaciones de tren que por un momento sintió ganas de llorar. Le recordaban tanto a ella, la chica de la marihuana y los perfumes, sus mayores pasiones, porque como ella siempre estaban en movimiento. Las estaciones de tren son como relojes en marcha que nunca se detienen hasta que alguien grita: ¡Hasta aquí! Me cansé de circular alrededor de la misma historia. Y se baja sin pensarlo dos veces. Ella se había ido una mañana cualquiera sin avisar después de una conversación absurda cuando ella y su amiga fumaban unos porros en su cama, mientra él bebía whisky. Ninguna entend

La luna de Chagall

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Pfronten, decía en la carretera. El extremo norte de los Alpes de Allgäu, a una altitud de 853  metros sobre el nivel del mar, nada comparado a los tres mil metros sobre el nivel de mar de donde vivía en Quito. El punto más alto era el pico de Aggenstein, a 1.986  metros sobre el nivel del  mar, en la frontera tirolesa. Su nombre  no se puede explicar en alemán, tal vez una derivación del romano frontone,  frente grande y enorme, por estar frente de los Alpes. Un idioma que había desaparecido de la zona a lrededor del año 800, cuando la población se había fusionado con el idioma alemán y la fe cristiana. La tierra de Luis II de Baviera considerado por  Paul Verlaine como el único verdadero rey de este siglo. << Un eterno enigma quiero permanecer para mí y para los demás>> , le escribió a su institutriz Luis II, en la tierra donde construyó sus castillos  de cuentos de hadas a los que  forastero alguno estaba invitado. Unos 130 millones de personas han desobedecido s

La rosa

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¡Cómo se puede experimentar esta magnífica cosa que es la vida sabiendo que te tienes que morir! La frase de Simone de Beauvoir, en ese momento, le parecía hueca. La fastuosidad de la vida se había quedado a la vera de un camino, ta vez en Santiago donde experimentó por última vez con la delgada línea blanca. Terminó de un sorbo su tercer bourbon y pidió otro. No tenía los arrestos suficientes para seguir, ni para empezar de nuevo. El semáforo se había puesto en rojo y los carros se detenían. Solo paraban cual máquinas citadinas. El orden del mundo feliz de Huxley estaba ante sus ojos. Una mujer negra de anchas caderas se paró frente a su mesa con una rosa en la mano. Na hay nadie más, le dijo. Siempre hay lugar para una rosa, respondió ella al dejar la rosa sobre la mesa. Quédese con el cambio, le dijo al extenderle un billete de diez dólares. La lluvia aceleró la llegada de la noche. En la mesa de enfrente estaba el gringo calvo con su botella de ron 2030, con una línea blanca ma

La lluvia

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Llueve, ¿sabes? ¿Cómo llueve? Nunca logre entender de dónde cae el agua. ¿Qué buscas? No lo sé. Un pretexto. Sí, tal vez un pretexto. ¿Una oportunidad? Sí, tal vez una oportunidad. ¿Llueve? Sí, tal vez llueve. Eres muy berkleriano. ¿Berkeley? Tal vez. ¿La mesa existe? No sé.

El último viaje

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El tiempo había pasado demasiado a prisa. Ni siquiera sabía cómo había llegado ahí y menos cómo pretendía salir. Estaba en medio de la nada. De la nada más absoluta. El frío era espantoso. Hurgó entre los bolsillos de su chaqueta y solo halló unas monedas, las lanzó al aire para para que el azar decidiera su suerte. Intentó reconocer el lugar en el que estaba y solo pudo divisar un féretro cargado por seis personas en una calle desconocida. Él era un niño y estaba feliz, desde entonces supo que asumió la muerte como una especie de felicidad. Una balacera, un golpe seco, un puñal que se hundía en el corazón a lo Martín Fierro, al Martín Fierro de Borges. La nada es el infierno, se dijo. El frío calaba hasta lo más hondo de la piel, un hueco mucho más profundo del que imaginaba Oscar Wilde. Ni siquiera sabía cómo recordaba eso. Una luz subía y se agrandaba en la oscuridad. La luz se hacía deforme conforme aumentaba la presión sanguínea y la frecuencia cardíaca, las náuseas, los esc

Creed

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El despertar le recordó un  amanecer en Tokio y sus rituales, la bicicleta en el parqueadero y los desayunos excesivamente caros. Cuando volvió a Quito se prometió que nunca más pagaría por un desayuno más de cinco dólares y lo cumplió; llenó su bar con botellas de Campari y el desayuno le salía por menos de un dólar, solo si desayunaba una vez en el día. Volver de una huida nunca nos hace valientes, pero si menos cobardes, se dijo. La vez que fue a Tokio en realidad buscaba seguir los pasos de Einstein y su intenso amor correspondido por Japón, desde aquel 17 de noviembre de 1922 cuando llegó a sus costas, luego de embarcarse en una travesía desde Marsella, cual Coldplay en Jordania. Nunca hubo un auditorio vacío, tal vez porque en el país se había enraizado un culto por la limpieza. Por la pureza, por eso que predicaba Einstein, la física pura, la teoría de las cuerdas que nunca alcanzó a desarrollar. Y él estaba ahí, sentado frente a una botella de whisky mirando el vacío, l

La puesta del sol

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Desde la ventana contempló el atardecer de Quito, ese atardecer que muchas veces le hizo llorar. Unos colores de arco iris sobre un fondo azul. Ella estaba desnuda, sobre su espalda, abajo de su cuello, se dibujaba un árbol. Me gustan más los árboles que las flores, le dijo alguna vez mientras se vaciaban una botella de Santa Teresa, hija del Conde Tovar, de los mismos Valles de Aragua, modernizado con un alambique de cobre traído desde Colonia. Con sus dedos recorrió su espalda hasta llegar a su cóccix, la última pieza ósea de la columna vertebral. No recordaba nada, ni cómo había llegado hasta ahí. Desde hace un año fuera Caracas recorría el mundo con una sola maleta, rumbo a Chile, porque creía que ese país le ofrecía estabilidad. El crecimiento del PIB, la balanza comercial y balanza de pagos era estable. Todavía creía en los gurús de Wall Street, la literatura moderna ridiculizada por Tom Wolfe. En el camino se estacionó en Ecuador, en Ambato, con un par de zapatos y muchos

Sol

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La vio tantas veces que sintió la necesidad de conocerla; sus zapatos fueron un freno, como esa sensación que devuelve la lucidez a alguien en su momento de la embriaguez más absoluta. Ella lo veía y no lo veía. Se alejaba, marcaba distancias con su aire de princesa sefardí de alguna portada de Vogue . La había visto tanto que omitió ver los dedos de sus pies. En sus manos solo cargaba un celular y un monedero. Y siempre estaba sola, pocas veces conversaba con alguien, tampoco bebía. <<Yo no bebo>>, dijo ella tras empinar un trago de ron Medellín. <<Estás muy joven como para no beber>>, dijo él. <<Por ahora tengo otras prioridades>>, dijo ella. Sus ojos bajaron a su pecho y miró furtivamente sus tetas. <<Qué bonitos ojos>>, dijo él. <<Pero están arriba, acá en mi cara>>, dijo ella. Se llamaba Sol, porque decía que había nacido para alumbrar la vida de los demás. Alumbra, luz de lumbre. Taconeaba como si no hubiera mañana

Candy crush

¿Crees que sea una historia de amor?, preguntó él. Creo que para ti todas las historias son historias de amor, dijo ella. Él se levantó, se puso un jersey y fue hacia la puerta. Ya amanece. Siempre me pregunté cómo te verías al amanecer. Y sí, pareces una ama de casa, dijo él. Yo nunca tuve la oportunidad de imaginar nada. Siempre supe que serías un hijodeputa, dijo ella. Un cabrón, supongo. El cabrón que te vio jugando candy crush y no se fue a tiempo, dijo él. ¿Te acuerdas cuando escribías historias bonitas sobre mí?, como esa del desayuno que te tiraba en la cara, dijo ella. Es la historia de Occidente, imaginar, dijo él. También recuerdo aquella vez que estuviste en un trancón y preguntaste por qué mi tía no dejaba a su esposo si se sentía tan bien con su amante, dijo ella. Sí y también recuerdo tu respuesta. Tu tía eras tú, dijo él. Sigues siendo el mismo hijodeputa de siempre, dijo ella. Siempre hablamos en tercera persona de nuestras frustraciones. De las esperanzas y alegría

Los efectos del Jagger

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Eso fue lo último que le escribió al volver de Bogotá luego de hablar tantas noches en tantos moteles sobre Divorcios , de las historias de cuatro profesores aturdidos por sus alucinaciones, por sus delirium tremens personales. Nunca le respondió, recordó la historia de Ariadna en Buenos Aires y Marcelo en Quito. De Squatol Jones y Ambrose Bierce. La nostalgia le arrastró de vuelta al sitio donde la conoció borracho; volvió a arrimarse sobre esa columna dórica, sin los estereóbatos, ni el estilóbato ni las estrías longitudinales, llena de espejos en pequeñas columnas cuadradas forradas de espejos. No estaba ni Beyonce, ni Vivian Leigh. Fue a sentarse en una mesa cualquiera con un whisky en la mano y la vio. <<Que salgamos de la historia para entrar en la simulación de la historia, decía el señor Baudrillard, no es más que la consecuencia del hecho de que la propia historia no era en el fondo más que un inmenso modelo de simulación. La simulación de la vida>>. Ella