Anita
Cuando un hombre vuelve a casa es porque ya nada tiene
que perder. Creo que lo escribió Faulkner. Tal vez. Faulkner, Joyce…, todos los
que regresan a Nathaniel Hawthorne. Los que ahora esperan a Godot.
Él nunca supo
cómo superó ese primer año del colegio, el más fatídico de su vida. Las
estrellas Ninja clavándose en una puerta de madera mientras su papá moría
sentado en un excusado por un ataque cardíaco. El timbre del teléfono. Su papá
en su cuarto principal con su nueva esposa, sacada casi de inmediato de la casa
después de su funeral, con una hija en camino. Nunca conoció a su hermanastra,
tal vez porque también nunca soportó que su papá habría reemplazado tan pronto
la compañía de su mamá.
La muerte de
su madre dejó una disputa por el matriarcado. Anita, la más opcionada, no pudo
con esa tarea porque tenía otro desafío, cuatro hijos bautizados en seguidilla
sin haber conocido otro hombre más allá del hombre del machete y los
garrotazos. Sus hijos fueron su refugio. También los hermanos de él a quienes enseñaba
conocimientos básicos de matemáticas. Desde entonces supo que nunca podría ser
un docente. Y luego estaba Magdalena que comenzó a trabajar y estudiar desde
muy joven y Graciela, la que le compró su primer uniforme del equipo de fútbol
de su escuela. Le hizo muchas advertencias antes de dárselo. Que sus notas, que
su desempeño… Y así salió a la cancha. Una cancha de cemento. Un balón le llegó
a la mediacancha y corrió con él como si no hubiera vida después de eso y vio
el balón entrar en el arco. Nada en su vida sería comparable con eso, ni
siquiera cuando salió con vida después de meterse en una zona del Putumayo
controlada por la guerrilla colombiana, cuando ya era periodista. Fueron diez
minutos, mientras esperaba la orden de disparar o de que se largara.
En el río contempló su imagen, la sopa chorreada de su hermana Magdalena,
porque ellas no solo eran costureras, artesanas, ebanistas, peluqueras,
constructoras, soñadoras, también eran chefs, aunque la mayoría de veces
quienes cocinaban en la mañana eran Beatriz con la vigilancia de Rocío. Ellas
aprendieron a hacer la sopa chorreada. Y
ahora nadie sabe quién enseñó a cocinar a quién. Todas se disputan ese
privilegio. Desde Rocío que cree haberle enseñado a Beatriz y Beatriz que asume
haberle enseñado a Gladys, la que le cortaba el pelo. Y Anita que asume
la enseñanza a todas.
- Y por eso estás triste.
- No, la tristeza no va conmigo. Puedo parecer triste y en cinco segundos saltar en una pata porque un perro no pudo morderme.
- ¿Y a dónde irás?
- No lo sé. Tal vez volver a Quito. Volver a empezar como siempre. Volver a sentir la tortura de esa enfermera de la Cruz Roja a la que debí enfrentarme solo, porque necesitaba una muestra de sangre.
- ¿Te torturó?
- Sí.
- ¿Cómo?
- Yo llegué a las siete de la mañana, ahí en La Alameda. Antes estaba una niña a la que también le debían sacar una muestra de sangre. Con ella fue muy amable, le contaba cuentos y no le dejaba ver la aguja que le iba a pinchar en el dedo. Y la niña salió feliz, sin una lágrima en su mejilla. Yo esperaba el mismo trato y nada. Cuando llegué me agarró la mano, buscó mi dedo, frotó alcohol y me pinchó sin ninguna compasión. Ni siquiera pude gritar del dolor. Ni siquiera me dejó ese derecho.
Nunca
más la volvió a ver. Se fue. No tenía dirección. Cuando se conocieron hizo
tanto escándalo por una tarde de sexo que al bajar el guardia le había
preguntado si él estaba bien, porque pensaba que le había matado. Solo llamó
muerta de la risa para contárselo, mientras se arreglaba las uñas con su
hermana. Su esposo era un narcotraficante.