La muerte de Malena
Había un tiempo en que todos los tiempos
eran similares, los universos paralelos de los que escribió Adolfo Bioy Casares
en el río El Tigre; cuando llegó a Buenos Aires lo primero que hizo fue
recorrer el río y sintió un escalofrío. Mucho más profundo que el sentido en el
río Putumayo cuando la embarcación se detuvo esperando la orden de disparar en
su contra. En todas partes veía fusiles apuntando a su cabeza. Nunca supo qué
decidió su vida. Su vida era un azar. También estuvo en la gradas de la
Biblioteca Nacional por las que tantas veces debió haber pasado Borges.
La noche de Navidad que regresó a casa
después de mucho tiempo Malena le dijo que entrara a la cocina y le sirvió
arroz con pollo. Quería que comiera antes de que llegara todo mundo. En ese
tiempo el casi no comía. Ya cocinaba, no precisamente por el arte culinario de
sus hermanas. A Gladys se le quemó un huevo puesto al fuego con abundante
aceite en casa de Graciela, cuando pidió un arroz con huevo frito para evitar
rimbobantes platos, y si alguien no sabe freír un huevo simplemente debería
alejarse de la cocina. Kai, su cuñado, se enojó cuando le dijo a Beatriz que la
carne preparada con salsas traídas de Alemania estaba salada. Beatriz, que casi
nunca visitaba un supermercado, creía que esas salsas no vendían en Quito.
Jacinto lo secundó y le pidió que comiera porque le estaban brindando y todo
estaba delicioso, y cuando Beatriz preguntó si quería repetir Jacinto le dijo
que no. De Anita no recordaba ningún plato. Solo llegaba a comer cuando
llegaba. Y lloraba cuando lo veía, porque ni a Beatriz veía con tanta
intemporalidad a pesar de que ella vivía en Alemania. De Graciela eran las
humitas. Todo el mundo quería sus humitas. Sus humitas viajaron por todo el
mundo.
En Guayaquil se acostumbró a subir hasta
la grada 441 del cerro Santa Ana hasta un bar donde vendían las mejores humitas
de la ciudad. En la tarde fue su mejor desestresante, pedir una humita, un
whisky y contemplar la ría. Habría vivido por siempre en esa ciudad, pero le obligaron a regresar. En Quito vivió algunos días en un hotel porque el
camión de la mudanza se retrasó y el departamento al que iba a vivir parecía
oficina.
De regreso al periódico en Quito, una
mañana bastante soleada recibió una llamada. La secretaria le dijo que le llamaba Jacinto y que
era su hermano. Así de egocéntrico era. <<Malena ha muerto, está en la
morgue>>, le dijo. Colgó el teléfono y salió como un zombi de su oficina,
como esos zombies que su cuñado de Bremen cree deberá combatir cuando
llegue el fin del mundo. Fue eterno ese recorrido por la avenida Occidental
desde el periódico hasta la morgue. Al lugar tantas veces visitado cuando
empezó como reportero de crónica roja. Alguna vez vio como sacaban todas las
tripas de un cadáver y luego las volvían a lanzar en el mismo sitio como si
estuvieran preparando una parrillada.
Al primero que vio fue a su hermano
Milton. Había sido el primero en llegar y estaba de pie mirando la nada. Vestía
elegante y con gafas oscuras. Su tristeza no se podía ocultar. La tristeza de
nadie. Malena trabajaba en una funeraria en ese entonces y la funeraria corrió
con los gastos de su sepelio. Bioy Casares se quedaba cortó con sus universos
paralelos. Decenas de personas llegaron, todas al verlo le abrazaban y le daban
su pésame. Y a muy pocas conocía o reconocía. Solo se paseaba de un lado otro
en la acera, en una avenida muy transitada al sur de Quito, en la avenida
Rodrigo de Chavez, donde tantas veces sus hermanas fueron a bailar en las
fiestas diciembrinas.
No quería entrar, no quería ver el
féretro; la curiosidad de la niñez había pasado. Solo quería llorar. Pero nadie
podía tocar la escena hasta que su hermana Beatriz llegara de Alemania. Llegó
tal cual Kim Kardashian y todos le abrieron paso hasta que llegara al féretro.
Graciela había preparado comida en su casa para todos los que llegaban de provincia.
No había muerto cualquiera, había muerto Malena. La primera noche volvió a su
departamento con una sensación de soledad e incertidumbre. Se recostó en la
cama en posición fetal y lloró toda la noche. El diluvio universal era poco.
<<Cálmese Juan>>, le dijo María del Pilar mientras intentaba
consolarlo. No podía. Solo deseaba llorar al recordar la sopa chorreada, el
café con pan, la mañana en la que cuando niño le intentaron secuestrar.
Beatriz le acompañó hasta el cementerio.
<<Te acuerdas de la sopa chorreada>>, le dijo. La noche avanzaba.