La sopa chorreada


La sopa chorreada es una versión económica de la sopa de bolas de maíz, una receta tradicional de Quito. Siempre pensó reinventarla. Darle un toque gourmet. Nunca lo hizo. La memoria, en algún momento de la vida, debe quedarse intacta. Es solo la memoria, los recuerdos intocables. Los que nunca deben irse. El olvido que nunca llega.

La gastronomía ecuatoriana es ante todo una acumulación de sopas. Hay tantas variedades que es difícil inclinarse por una; está el yahuarlocro, el caldo de patas, el locro de papa chola, las papas con cuero, el caldo de manguera o de salchicha, la sopa de bolas de verde, la sopa de fideos con queso y papa, la sopa de quinua, la sopa de avena, la sopa de lentejas, el caldo de gallina, el aguado de gallina, el encebollado, el viche de pescado y hasta la famosa fanesca de 12 granos pelados, cada uno como imagen de los doce apóstoles, que preparó alguna vez cuando estaba enamorado. Un plato muy popular porque el país pese a declararse católico y creyente siempre ha sido apóstata. Quito sobre todo. Lo supo la primera vez que descendió a la ciudad amurallada. Así fue construida desde antes de los Incas para defenderse de las invasiones externas, rodeada de montes y volcanes desde donde se podía divisar el peligro. Así se logró la Independencia con los cuentos de Abdón Calderón con la bandera entre los dientes.

El ser el último hombre de una familia de mujeres siempre le granjeó privilegios. Siempre pudo volver a su pueblo en vacaciones. Un pueblo típico ecuatoriano, con su plaza central, su iglesia, el cine y atrás de la iglesia la cantina y el salón de billares. Y más allá, cruzando el río, el burdel. Sus primos le enseñaron toda la técnica de recoger café y naranjas. El café era vendido en una piladora. Y el dinero era para las puntas y el burdel. Él debía conformarse con las puntas, un licor artesanal conocido como Canta claro, Sánduche, Pájaro azul, Canario, Espíritu del Ecuador, Revólver, Chapushka, Chukchu wasa, Sinchi caras y hasta Ayaguashka. No tenía la edad para entrar al burdel así que debió ingeniarse para seguir a sus primos y contemplar desde una mata de café a mujeres semidesnudas sentadas en taburetes, afuera de una covacha hecha con caña guadua.

 Cuando la finca de sus padres fue vendida para construir una casa de cemento en Quito, su hermana Anita conservó una casa en el camino de Echeandía a Camarón, el pueblo de su infancia con olor a horno de leña y pan; empanadas de queso que siempre le regalaban porque era el hijo de Juan. No recordaba la imagen de sus hermanas en el pueblo lleno de cantinas. Las mantenían como monjas en claustro. Solo años después, cuando vivía en Guayaquil y volvió a unas fiestas de Carnaval, vio a Magdalena y Gladys pasear como dos niñas entre la muchedumbre. Nunca olvidaría esa imagen, tampoco el asesinato de un cerdo en una casa de Chazojuan, donde sus primos. Fue agarrado con unas cuerdas y alguien le metió un cuchillo en el corazón hasta que desangrara completamente y dejara de gritar. 

Al otro lado del río, su tío tenía otra finca para la siembra y el trabajo diario. En ese sitio aprendió a campechar. Una técnica para recoger esos pescados que se adhieren a las piedras de los ríos cuando hay crecida. La sopa de campeche preparada entre fogatas y ollas de hierro.

Anita fue entregada muy pequeña como esposa y aprendió a caminar a golpe de machetazos en la espalda. Eso lo supo muchos años después, cuando estaba en una mesa con ella, Beatriz y sus sobrinos. Su cuñado había sido atacado por una rara enfermedad que le paralizó el cuerpo y eso juntó de nuevo a toda la familia. Ella intentaba explicar a sus hijos que no tenía problema en cuidarlo y asistirlo, siempre y cuando entendieran que ya estaba divorciada y tenía su vida. Que no dependía de alguien para vivir y seguir adelante. La misma firmeza que había visto cuando de niño lo encontraba sucio; le metía en una tina para bañarlo con agua y jabón como si fuera ropa.

Su casa permanecía intacta. Ahí había llegado años antes con una botella de aguardiente bajo el brazo cuando vio a Isabel muerta, con sus jeans y sus tenis, arrojada en un basurero del norte de Quito. Estaba en la portada de uno de esos periódicos sensacionalistas de la ciudad. Ella odiaba los tacos al aire libre. Su hermana nunca le dijo nada, ni le preguntó nada, solo le dejó estar. Quedarse ahí hasta que pudiera levantarse. Su celular lo había apagado y dejado en su departamento. No deseaba hablar con nadie. Nada le importaba. Nada, solo tenía unas infinitas ganas de llorar, de quedarse en posición fetal para siempre. Se llamaba Isabel, decía que era de Pereira y su papá era un marinero y su mamá una bailarina de tango.

Ahí volvió de nuevo cuando su hermana Malena murió y debió enseñar a Beatriz cómo se pica una cebolla para evitar el llanto.


Entradas populares de este blog

La reinita de Sangolquí

Érase una vez que era

juan