Malena



 

La Macorina nació en 1892 en el poblado de Guanajay, entonces provincia de Pinar del Río; su nombre verdadero fue María Constancia Caraza Valdés. A los 15 años huyó de su casa y se fue a La Habana en compañía de su novio y único amor al que abandonó por las penurias económicas para entrar al mundo de la prostitución. Ella era Isabel. Isabel era La Macorina, la que llamó una madrugada y le dijo que ya le pasaba recogiendo por su departamento. Salió con una botella de aguardiente y el periódico del día. Bebieron todo el día y cuando estaba en la más completa ebriedad agarró su mano, la envolvió en su cuello y le dijo duérmete. Era como una especie de cadena.

¿Cómo se hacen las empanadas colombianas?, les preguntó. <<Papas, cebolla blanca picada, tomate picado, cebolla larga picada, ajo picado, cilantro fresco picado, pimentón rojo picado, pimienta negra y carne molida>>, le dijo. Uno era chef y el otro asesor financiero de multinacionales que un día decidieron dejar todo atrás y se aventuraron a instalarse en Quito para montarse un restaurante en la Plaza Foch, cuando ese proyecto turístico y bohemio de la ciudad no era nada. Les había presentado una amiga de Bogotá, una de sus más entrañables amigas y compañera de copas. Les dijo que esperaba a una amiga. Era la amiga de la bailarina que le consolaba en las noches de su tristeza en el club de streaptease. Llegó con una minifalda y chaqueta jean. Y con unos tacos impresionantes. Sus amigos se fueron a otra mesa y se instalaron con una botella de whisky y unas picaditas como si asistieran a una película. Él le preguntó si finalmente había sabido algo de ella. Nada. No aparecía. Su teléfono aparecía como desconectado. Esa noche terminaron en otro club de streaptease de moda en la ciudad con dos martinis secos. La dejó en su casa y volvió a su rutina. A la de la coca, el whisky y las pastillas para dormir. Whisky para emborracharse, coca para despertarse, pastillas para dormir y coca para volver a levantarse. Llegó a parecerse a un palo de fósforo, pero siempre que iba a una reunión familiar el primer comentario de su hermana Malena era: cómo te has engordado. Su estética era muy particular. Era hermosa. La veía en las mañanas cuando se levantaba a preparar el café, antes de irse al colegio. Y luego volvía con sus tacos y trajes de gala. Era la más parecida a su mamá. Ni Anita, ni Graciela ni Gladys ni Jacqueline ni Beatriz ni Rocío. Era ella. Tenía un aire de lejanía. La veía en las noches antes de que su hermano llegara borracho a escuchar a Los Iracundos a todo volumen y él se refugiara en la terraza con una linterna para leer un libro. Eso fue mucho antes del desastre.

Tras la muerte de su papá su vida se convirtió en una cantina. Sus primos le enseñaron a beber y perfeccionó ese arte en el barrio Santa Prisca, en los alrededores del colegio Mejía. Un colegio extraño, hecho como en cubículos. En el primero debían pasar los novatos. Y ahí aprendió el arte de la huida. Saltaba un alto tapial para huir de clases y juntarse en la panadería Arenas con sus amigos para comprar una botella de Trópico seco que era mezclada con Fresco Solo. Y luego iban en busca de una cantina en el centro. Siempre alguien tenía para pagar la cuenta. El financista era un chico alto, flaco, que recibía dinero de los travestis del centro. Así conoció todo el mundo gay de la ciudad, una vida de muchas complicaciones y mucho glamour. No solo eran las peluquerías, eran departamentos con una gran vista, allá en lo alto de El Dorado, por el lado del Itchimbia, convertido después en un centro turístico de Quito.

Lo impensable pasó. Del colegio llamaron a su hermano mayor para anunciarle que había sido expulsado por tantas faltas. Una noche llegó a su casa, la misma casa de la que Graciela le había advertido con su expulsión si seguía ausentándose por semanas. Entra, le dijo su hermano. En su chompa llevaba una correa. No gracias, dijo y se fue. Así fue como comenzó su vida delincuencial. Su vida de asaltos frustrados y noches al aire frío.


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