La fiesta
En Quito, hace muchos años, todo mundo esperaba diciembre. Era el mes de las fiestas, cuando las mujeres podían salir acompañadas de sus hermanos y filtrear con desconocidos. Bailar al ritmo de las cumbias, de las orquestas contratadas por el Municipio instaladas en cada barrio. Nadie podía perderse la fiesta del barrio, ni los canelazos compuestos por agua de canela hirviendo y puntas. Ni los agachaditos de los alrededores. Todos se preparaban para ese día. Había trajes especiales, citas acordadas. Puntos de reunión. El de su familia se ubicaba como a trescientos metros de la tarima. Todos sabían dónde llegar.
Había un círculo formado y mientras más gente llegara más se
agrandaba el círculo. Estaban las familias de su cuñado, los amigos de esa
familia. Había secretos compartidos entre Graciela y Balbina, la primera novia
de Milton conocida por la familia, el peor bailarín de la familia. Cuando
bailaba movía las piernas como si estuviera en un desfile militar. Jacinto al
menos tenía la gracia de burlarse de él mismo.
Sus hermanas tenían dos obsesiones, Milton, bautizado como Wilton, y Jacinto. Tres, la de ser cantantes, las carmencitas laras.
Del primero admiraban su éxito profesional, del segundo el coraje puesto para sostener a la familia cuando más lo necesitaba. Por él, él pudo estudiar, ver a Malena levantarse en las mañanas para servir un café con pan. A Gladys abrirse el camino en el mundo de la peluquería. Era el consentido de Graciela que hasta ahora le tiene listo el desayuno cuando dice que va a pasar por su casa. Para Anita no había reunión si él no llegaba. En Bremen Rocío le contó con lágrimas en los ojos que sin él la familia no habría sobrevivido y en Frankfurt Beatriz le confesó su sufrimiento porque ya no le hablaba por un malentendido.
Y su intención era ser como Milton, el hombre exitoso que nunca
llamaba ni se preocupaba por nadie de la familia, pero cuando llegaba a la casa de cualquiera de sus hermanas era recibido con alfombra roja. <<Eso quiero ser, ser como
Milton>>, le dijo frente a una taza de humeante té, mientras él bebía un
whisky en una fría mañana de diciembre, dos meses antes de la cuarentena del coronavirus.
Todas querían ser abogadas para ser como Milton. Graciela comenzó sus estudios y prácticas y sigue siendo la abogada de la familia. Jacinto obtuvo su doctorado en leyes y cuando todos pensaban que él seguiría el mismo camino cambió de camino; cuando llegó a la Universidad después de ponerse el uniforme en el aula del colegio, porque había pasado toda la noche estudiando para dar su último examen de graduación, decidió ir la Facultad de Comunicación en lugar de la de Derecho. Ahí, después de una espera interminable, le aceptaron. Eligió entre dos caminos.
En ese
tiempo ya hacía teatro, ya había ganado una partida de ajedrez en la lucha por
el poder político de su colegio, algo impensable en ese momento. Ya tenía
sueños de ser escritor. Un sueño que Malena truncó una mañana en la que estaba
frente a una máquina de escribir y ella se había levantado para barrer
la sala. Indignado se fue a su cuarto a intentar dormir después de pasar toda la noche en vela. La novela se llamaba Unos anteojos
redondos, la que años después rompió para hacer una pira. Era la historia de un parricidio.