El interludio
Cuando volvió a Quito no sabía de qué huía. Tal vez de una vida disoluta. Tal vez de Raiza, una de las mejores bailarinas de streaptease de la ciudad, la conoció en La isla del tesoro; la novela de Stevenson escrita en 1883 e inmortalizada en Guayaquil. Su espectáculo era de telas envolventes, irreverentes. Fueron largas noches bebiendo aguardiente. Ni bien entraba, ella se acercaba a su mesa así el sitio estuviera repleto. Bailaba para mantener a su mamá y era una fanática de los relojes. Una coleccionista de relojes, tal vez buscaba tiempo, el sentido del tiempo. Sus últimos días en Guayaquil fueron llenos de sobresaltos, porque cómo debía vivir entre el calor y el frío, entre Guayaquil y Cuenca, donde dictaba talleres de periodismo, su sistema inmunológico colapsó. Y sufría por fuertes hemorragias por la nariz. Así conoció a su otorrinolaringólogo de la clínica Kennedy, graduado en México, que fue su luz al final del túnel. La primera vez que llegó sangrando le preguntó si había esnifado coca. <<No, dejé ese vicio hace mucho tiempo>>, le dijo. Él le enseñó cómo respirar, cómo toser, cómo estornudar. Pero cuando los días de sol eran insoportables en Guayaquil y las noches de licor y bailes se extendían hasta el día siguiente su sistema inmunológico cedía. Una noche comenzó a sangrar tanto que llamó un taxi y fue a la clínica en busca de su otorrinolaringólogo. Lo retuvieron en emergencias durante toda la madrugada sedado, donde pudo escuchar todas las historias más inverosímiles; la de un hombre que llegó en busca de ayuda para orinar. Después supo que ese es un bloqueo en la base de la vejiga que reduce o impide el flujo de orina hacia la uretra, provocada por el agrandamiento de la próstata. Así pasó toda la madrugada, sin ninguna solución hasta que a las siete de la mañana llegó su otorrinolaringólogo y antes de pasar a la consulta debió ir a la caja para pagar una exorbitante suma por haber permanecido en una cama de emergencias abandonado a su suerte. <<Me cobran por no haber hecho nada>>, reclamó y la respuesta fue una sonrisa de la cajera.
Antes de salir tuvo que ir al baño donde botó hasta la sangre que no tenía; el cuadro parecía el de una película de Quentín Tarantino. Ya en la consulta el médico le hizo una sutura con dos pasos sencillos y todo volvió a la normalidad. Ahí comprendió otra vez el valor del conocimiento.
En Quito debió vivir en un hotel por un buen tiempo, porque el camión de la mudanza demoraba. La historia es un eterno retorno, decía Mircea Eliade. Lo mismo que Nietzsche. Volvía a ese año en el que un taxista estuvo a punto de golpearle por no tener para pagar la carrera. Volvía a ese día de su primer año de escuela; a su primera profesora de primaria de la que se enamoró perdidamente. Soñaba con ella, hasta que un día simplemente decidió irse porque se había casado y le llevó con otra profesora, en otro grado. <<Aquí le encargo a mi angelito>>, le dijo antes de botarle en el infierno llenó de niños que lanzaban papeles y cosas a la pizarra, y se refugió en el último pupitre, atrás de una niña muy alta que fue su guarida de protección durante todo el año. Nadie supo nada en su casa. Todos estaban metidos en la aventura de vivir en la ciudad. Su mamá ayudaba con la venta de pescado frito y maduros asados, luego de haber salido de una finca donde tenían todo, hasta una gran mesa con fogón. Nata recién hecha, quesos frescos y guantas cazadas en la noche por su padre y que en la mañana estaban listas para su preparación.
Una finca cambiada por una casa de adobe donde todos se arrejuntaban para comer y dormir. Para ir a ver novelas en las casas de los vecinos que tenían televisión. Cambiaron las historias de la abuela por las historias de la televisión. Eran muchos y pocas las encargadas de lavar la ropa de todos en una piedra con un gran estanque de agua y cocinar para sobrevivir.