Antes de Malena
Cuando despertó después de dos días de
borrachera se subió en un taxi y fue a su departamento. Anita no le dijo nada.
Tal vez llegaron a verlo en total estado de indefensión Malena y Gladys,
inseparables, aunque cuando comenzó a escribir esta historia Rocío le contó que
no se podían ver. Sus constantes peleas eran hasta por la ropa. Algo que no habría
pasado entre ella y Beatriz que compartían todo, hasta las recetas de cocina. La última vez que estuvo en Frankfurt Beatriz le contó que todos los años Rocío le pedía por intermedio de su sobrina la receta del pavo. Y ella a su vez pedía, también por intermedio de su sobrina, a Graciela la fórmula mágica para recibir el año y cumplir todos los deseos inacabados. Era el resultado del enojo y las peleas, de las disputas personales en una familia en la que los hombres ya resultaron actores secundarios. Simples voyeuristas.
En su departamento todo era un desastre. Comenzó a llorar de nuevo. En el teléfono había decenas de llamadas perdidas, más de la que le hizo cambiar el chip del teléfono para que la bailarina no le buscara más, no le golpeara más, ni intentara localizarlo. Contempló todo, desde el lugar en el que estaba un retrato suyo, regaló de una de sus amigas más íntimas. Una mañana en la que llegó se sirvió una copa de vino y preguntó quién te dibujo ese retrato. Una amiga, le dijo. Y lanzó la copa con tanta furia contra ese dibujo tan finamente enmarcado y luego lo tiró a la basura.
Desde la ventana contempló la piscina vacía. Los
recuerdos de la opulencia de uno de los edificios más grandes de la ciudad, en
pleno centro de la bohemia. Las ventanas de los vecinos seguían con las
cortinas cerradas como cuando llegaba por las noches a encender la luz y tener sexo como
si el mundo se fuera a acabar al día siguiente. Como si el presente del que
hablaba Agustín de Hipona no existiera, solo el pasado como recuerdo presente, ni siquiera el presente y menos el futuro. Recordó
el día en que salieron borrachos y se subieron en un taxi para irse a Baños.
- Y usted cree en Dios –preguntó ella al taxista al subirse.
- Sí señorita, es el señor que nos dio la vida.
-
Y eso no hizo su papá y su mamá.
-
Sí señorita, pero es el creador…
La conversación filosófica se extendió por
varios minutos hasta que él logró cambiar el sentido de la charla porque el taxista estaba a punto de detenerse y pedirles amablemente que se
bajaran y se largaran a la mierda. Era un largo viaje. Había suspendido un viaje a Chile.
-
Usted y sus locas –dijo ella, sentada en el sofá con una copa de vino-.
Extrañaba el vinito me gusta más que la michelada.
-
No hay el sus; ese adjetivo posesivo de tercera persona siempre me ha
resultado insoportable. Nadie es dueño de nadie. La libertad existe hasta en la
intimidad. En la soledad. Las personas ni siquiera son dueñas de sus cosas,
solo de su vida y su derecho a decidir cómo vivirla. Cómo joderse o cómo
resucitar.
Después de salir de la casa de su hermana
volvió todas las noches al club donde ella bailaba; donde era la estrella con
sus botas de cuero que le llegaban hasta más arriba de las rodillas. Y cada
noche era acompañado por alguna de sus amigas. Nadie sabía nada de ella y permanecía
acurrucado en sus piernas mientras le acariciaban el cabello. Y entre sus piernas lloró,
muchas noches. Su novia también lloró cuando llegó a su departamento y revisó
su basurero para constatar todas las botellas de whisky que había bebido en la
más absoluta soledad. En la soledad de esa piscina; en la soledad de ese
imaginario de opulencia. En la soledad del aislamiento obligado contemporáneo que años después viviría haciendo muebles y reinventando la gastronomía. Una de las amigas de ella le
pidió que le invitara un whisky fuera del club, deseaba contarle algo después
de tantas noches de llanto.