La carta






Querida Lorena, mientras escribo esta historia de las personas que más me importan en esta vida, porque en cierta forma soy la suma de sus vicios y virtudes, mis hermanas, me acordé de ti y pude extrañar Bogotá; sus barrios bohemios y conspirativos, sus librerías con títulos extravagantes, sus rotos donde entraba a beber aguardiente y tener largas charlas intrascendentes con una de mis amigas más entrañables, la que nunca pregunta nada, la que solo dice hazlo y no me jodas. La que nunca me dejaba manejar en Bogotá, porque decía que siempre pasaba ebrio. Extraño esa ciudad con tu aroma, ahora encerrado en un cuarto condenado a la austeridad del licor y de la cocina. Alguna vez me fui de tu lado, creí que para siempre y volví en las más extrañas circunstancias. Te volví a ver con tu pelo recogido y un escote que solo me dejaba ver tus tetas. No veía nada más y me dijiste: ¡No me mire las tetas! Antes de dejarme abandonado en una calle desierta. Solo te vi subir a un taxi e irte. E insistí y luego te vi por la Calima. Yo temblaba de amor. Ahí en Don Jediondo ni siquiera pude comer por el placer de verte. No podía dejar de contemplarte. Temblaba de miedo porque pensaba que me había enamorado. Fue la primera vez que conocí un motel en Bogotá. Me desperté entre tus piernas, sintiendo el aroma de tu clítoris. La suavidad de tu piel y contemplé tu rostro y me puse a llorar, no había nada más hermoso en el mundo en ese momento, ni el Aleph de Borges, de ese treinta de abril de 1941 cuando su personaje se permitió agregar al alfajor una botella de coñac. Busqué tus manos y me acariciaste el pelo, como la primera vez, cuando te conocí, cuando era un vagabundo solitario y egocéntrico. Ahora en medio de esta pandemia por un virus infinito te he vuelto a escribir, como escribe un niño a su primer amor. Como se revuelca un niño entre las bragas de su primer amor. Muchas veces pasaba mi lengua por toda tu piel. Y te he visto ahí con una copa de vino, sentada frente a una chimenea en un hotel de la Mitad del Mundo, frente a un volcán. Me creía un Malcolm Lowry escribiendo sobre tu vida, escuchando el galopar de los caballos antes de la muerte. Y te he visto despierta, te he visto dormida, te he visto borracha y te he visto sobria. Mis hermanas te conocen por lo que les he hablado de ti; la más chismosa, la que vive en Frankfurt, hasta me expurgó el teléfono para saber quién eras o con quiénes hablaba. Ahora desde la lejanía de la soledad, de esa invención de la soledad que escribió Paul Auster cuando murió su padre, te puedo decir que te extraño.


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