Entre rosas y matrioshkas
Truman Capote decía que la imaginación siempre puede abrir cualquier puerta, girar la llave y dejar paso al terror. La realidad superó su imaginación. Ahí de pie, frente al Estero Salado, supo que su vida era la soledad, el abandono absoluto del escritor frente a la página en blanco. <<Los hombres me miran con ganas y las mujeres con rabia>>, solía decir. Ahí en Guayaquil los conductores detenían sus vehículos para contemplarla. <<Ya ve>>, le dijo en alguna ocasión cuando estuvo en Quito y fue a buscarla a su hotel para ir a un bar. Ni bien salió a la calle todos los ojos estaban puestos en su cuerpo, como si fuera un objeto sexual. Estaba feliz por el reencuentro. El último de los reencuentros previos al desastre.
Ella era como
una matrioshka, ese conjunto de muñecas tradicionales rusas creadas en 1890; huecas para albergar en su interior una nueva muñeca y esa a su vez a otra, en
un número variable que puede ir desde cinco hasta el imposible,
siempre y cuando sea un número impar; multicolores, con jarrones, recipientes o
iguales entre sí. Algo lacaniano existía en esa invención, como el de la
familia, el grupo de natural de individuos unidos por una doble relación
biológica: la generación, que depara los miembros del grupo; las condiciones de
ambiente, que postulan el desarrollo de los jóvenes y que mantienen al grupo,
siempre que los adultos progenitores aseguren su función. Sus relaciones
siempre estuvieron marcadas por sus hermanas. Podía estar entre cien mujeres
desnudas y nada pasaba, al menos que hallara algún rasgo distintivo de ellas.
Su relación con ella fue como una especie de prueba superada, porque ninguna de
sus hermanas lo había maltratado físicamente. Sí, psicológicamente. Ella no
solo le golpeaba por el banal hecho de haberle sido infiel, sino porque se
despertaba en la madrugada para contemplar el amanecer. Y no deseaba volver a
la cama con ella. No deseaba volver a ninguna parte, como los personajes de
Kafka que dejan la puerta abierta con la certeza de que nunca volverán. Nunca.
Anita era la
hermana mayor que intentó asumir el papel de su mamá muerta en un hospital,
mientras en las calles la gente gritaba no hay azúcar no hay arroz, sigue el
hambre con Roldós. En su imaginario quedaron esos zapatos de tacones altos para
los hombres y pantalones acampanados, mientras se discernía una disputa por el
poder entre el hermano mayor y sus hermanas por saber si su papá tenía derecho
a casarse y dejar de ser fiel a su mamá muerta. La infidelidad nunca fue
soportada en su familia, la de la abuela vestida de negro y con sombrero estilo
película siciliana. Y nunca soportó, por ejemplo, la traición de su hermana
Jacqueline cuando fue detrás de un novio a reclamar una casa que no era suya ni
de nadie. Su adolescencia. Contempló esa adolescencia desde una ventana rota.
La separación
fue inevitable, como su muerte. La muerte de él que nunca pudo ser, por haber
ingerido cicuta en lugar de veneno cuando sus hermanas intentaban soportar una
familia patriarcal y machista. La noche en la que pasó en una terraza llorando
esperando la muerte era tan clara como los funerales de su mamá y de su papá y
el suyo.
Nunca le pidió perdón. Solo registró una denuncia en la Fiscalía de que había sido golpeado. Cuando se refugió en la casa de Anita.