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Mostrando entradas de julio, 2020

El preludio de las máscaras

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Marcelo había regresado de Europa algo cansado. Estaba de vuelta en su realidad, sin argumentos para avanzar, se fue con ese objetivo y se podría decir que lo consiguió. Ya no podía retroceder, ni lo deseaba. Estaba en un punto equidistante a la nada. Desde su centro todo le parecía irreal, vacío, falto de contenido. Su doble lenguaje, el del inconsciente y el del yo, se hallaron en un momento del cual ya no se acordaba. Su doble lenguaje se convirtió en uno y eso lo sabía. Lacan tenía razón, dialogar es una de las peores pretensiones de nuestra época. Por eso sus diálogos, por regla general, se limitaban a monosílabos. Alguna vez armó un gran escándalo en la empresa que le ofrecía el servicio de telefonía celular, porque cuando estaba fuera del país utilizó el roaming para hacer unas citas y al regreso le pasaron una factura con una llamada de más   de una hora. No lo pudo creer, se sintió indignado. Pidió todo el historial de sus llamadas y gritó y pataleó en las oficinas de esa empr

De cuando éramos felices y no lo sabíamos

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Todo comenzó como un juego y así jugando descubrieron que el amor se había acabado, cuando ella acabó con un bife de chorizo de 300 gramos término medio, con puré de garbanzos y una copa de un syrah mendocino en una hostería cerca del volcán Cotopaxi. La eterna borrachera seguía. Y Marcelo sabía que debía dejar de dar vueltas. Había llegado a un punto de quiebre difícil de soportar. El carro avanzaba a ciento veinte por hora por la Panamericana Sur, pasando el cuartel que da loas a los héroes de la Patria, Marcelo casi embistió a un anciano de sombrero de copa que cargaba en la parte de atrás de su bicicleta  un cajón de madera. En el Ipod sonaba I'm no angel de Dido. Al pasar Laso, un pequeño pueblo con sus casitas coloniales y con evidentes señales de que alguna vez estuvo el tren por ahí, comenzó a pisar el acelerador a fondo, puso quinta y la aguja llegó a los 200 kilómetros por hora, rebasando camiones, mulas, autos con los asientos forrados de plásticos, o sea recién sacad

El viaje

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          El sentido es, en primer lugar, el rebote del sonido. Cerró el libro de Jean-Luc Nancy, se levantó de la cama, se sirvió un whisky y fue a la ventana a contemplar la ciudad hecha de pliegues y repliegues. Una ciudad fría a veces que conocía de memoria. No había un solo lugar de Quito donde no se había emborrachado. Ella seguía dormida, desnuda con las sábanas estiradas a sus pies. Esos pies de bailarina que buscaba el equilibrio de su vida, el sentido o el rebote del sonido. El frío de afuera de la ciudad se disimulaba con la calefacción. El cuarto parecía una habitación de Montañita. Las ficciones de las relaciones de pareja. La infidelidad les había unido, sin infidelidad de seguro estarían en el registro de las parejas fieles que se soportan en busca del rebote del sonido. En ese mismo lugar estaba una madrugada cualquiera, cuando despertó, fue a su laptop y se enteró de que Philip Roth había muerto. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Era la muerte de u

La tempestad

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        De cada tres de mis pensamientos, uno se consagrará a mi tumba, dice Próspero, expulsado de su condición de hermano y refugiado en una isla desierta tras el naufragio de su buque. Shakespeare siempre le había acompañado en cada mudanza, en cada viaje, en cada divorcio, en cada botella de bourbon tirada al tacho de la basura. La ciudad le parecía absolutamente desolada. <<Abril es el mes más cruel: engendra lilas de la tierra muerta, mezcla recuerdos y anhelos, despierta inertes raíces con lluvias primaverales>>. La tierra baldía , el poema de T. S. Eliot dedicado a Ezra Pound. <<¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas crecen en estos pétreos desperdicios?>> Estaba sentado en la mesa de un rincón, lejos de la barra, con un ron sin coca cola. Ella solo le miró de reojo. Y se fue. Ya no le veía, de su radar había desaparecido. <<La puta confianza>>, le decía cuando sacaba algún comentario subido de tono. Él trataba de no responder aunqu

El eyaculador precoz

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El calor era sofocante, había viajado casi toda la noche y en la mañana me detuve en la cafetería del hotel Ramada, en el mismo Malecón, para apurar todo el café que podía y así despertarme. En ese momento sólo pensaba que sería un soberano sacrilegio el cansancio. Fui al baño con mi cajita de cerámica comprada en el mercado de pulgas de Milán; me dieron tres por cinco euros, pero solo usaba una. La llevaba conmigo a todas partes. Aspiré, se puede decir, casi un gramo de coca y tuve tanto miedo a la impotencia; corrí a la farmacia en busca de tres cajas de viagra de 50 miligramos; otros sesenta dólares botados al caño. El dinero iba escaseando y ni siquiera estaba en el punto de partida de la caravana sexual; me sentía como Tom Cruise a punto de entrar en la mansión de los placeres de Eyes wide shut …, en un taxi. Vaya ridiculez.  El carro se quedó en un parqueadero y unos quince minutos antes de la once de la mañana me dirigí en un taxi hasta La Rotonda. La dirección me la dieron por

El comienzo de la historia, la Diabla

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Estaba en Guayaquil un domingo por la noche, la brisa era benigna, pero no veía la luz al final del túnel, ni siquiera alcanzaba a ver el túnel y menos sabía si habría algún túnel; era como si estuviera en una carretera plana, yendo a 200 kilómetros por hora en quinta velocidad con un calor insoportable y a punto de dormirme. Había cambiado tantas veces el comienzo de la historia que ya no parecía mi historia, era la historia de otro, de alguien que sigue mirando desde su ventana una piscina vacía y ventanas cerradas con cortinas grises y gruesas y paredes despintadas de edificios derruidos. Alguien que mira esa piscina después de dejar en el mesón de la cocina morrones, portobellos, hierbas, ajos, zuquinis, algún pescado y alguna botella de vino descorchada para que respirara. Ya no deseaba escribir mi historia, pero me hacía falta. Mi terapeuta era mi laptop, me habría gustado decir mi máquina de escribir, cuando creía hacer algo grandioso y único; algo más grande que Crimen y Castig