Rödermark y la sidra


Después de una interminable abstinencia en la casa de Beatriz finalmente halló el caminó a Kaufland. Pronto llegó a conocer de memoria dónde estaba cada cosa: el whisky, el ron, el vino, el vodka, el jagger, el jerez, el baileys, la sidra, las frutas y las hortalizas. Ya no tenía problemas de abastecimiento. Cuando llegó Cristina terminó de tomarse un whisky y salió. Le invitaba a su casa a comer un fondue vegetariano. Fue el fondue más horrible que había comido en su vida, soportable solo con la sidra y el whisky. Volvió a recordar las palabras de Jacinto en la casa de Graciela cuando le dijo a Beatriz que la carne estaba salada, así que guardó un prudente silencio. Entonces comprendió que podía ser políticamente correcto, algo que nunca había sido en su vida.

Cristina le mostró cada rincón de la casa, donde dormía Graciela y Wilson cuando llegaban, los espacios de sus vecinos, la proximidad de sus suegros. Ahí probó la sidra del Kaufland. No entendía cómo los alemanes podían preferir la cerveza en lugar de la sidra, era la bebida perfecta hasta para el desayuno y los atardeceres, los amaneceres y las madrugadas.

Juan se quedó a solas con Cristina, le quería llevar a casa de sus suegros, grandes amantes del whisky y de Irlanda, de Dublín, el paraíso de James Joyce. <<No he venido a conocer gente, solo a conversar con ustedes>>, dijo. Y ella lo primero que hizo fue sacar el álbum de fotos de su matrimonio. <<No fuiste>>, le dijo. <<Tu mamá no me avisó muy bien qué día era. Tal vez estaba de viaje. No recuerdo>>, se justificó. Ahí estaban todos, en una finca por el valle de Los Chillos, en las afueras de Quito. Su vestido de novia le quedaba perfecto. <<Ni te pareces, parece photoshop y hasta pareces mayor de edad>>, le dijo. <<¿Y alguna vez le has sido infiel a tu esposo?>>, preguntó. <<Noooooo>>, gritó indignada. <<¿Y crees que él te ha sido fiel?>>, volvió a preguntar y así pronto se olvidó el tema de por qué no fue a su matrimonio. <<Y qué haces para divertirte aquí>>, dijo Juan. <<Pues a veces vamos a un bar mexicano>>, dijo Cristina. <<¿Es broma, verdad?, ¿al mismo que venden jugos y te lo pasan por cocteles?>>, preguntó Juan. <<Los cocteles son buenos>>, insistió Cristina. Y Juan comenzó a reír. <<Esta sidra tiene mil por ciento más alcohol que esos cocteles>>, le dijo. Y comenzó a contarle la historia de su visita a un bar mexicano con Beatriz y Kai, porque querían mostrarle su lado dipsómano.

No fue a su matrimonio porque en ese entonces vivía con María del Pilar y si iba debía llevarla y se había prometido no presentar a nadie a sus hermanas. Nunca había podido olvidar esa ocasión en el que le preguntaron si era gay solo porque su novia de entonces había llamado a la casa de Anita para acusarle de gay porque ya no se acostaba con ella.

-         Y cómo es esa historia –dijo ella. Estaban en el cerro Monserrate, desde donde divisaba toda Bogotá, una ciudad gigante, llena de historias grandilocuentes que había conocido por su amiga Ana Sofía, de Cartagena pero más bogotana que cualquiera.

-         Es una historia larga. Tendría que contarte la historia de cuando me fui de casa con un cartón de libros y unas sábanas en un Camaro blanco sin espejos retrovisores.

-         ¿Alguna ex?

-         Me iba a casar. Ella me dejó finalmente y eso que nunca me acosté con su amiga. Casi lo hice, pero no lo hice. Se metió a mis hermanas, a toda mi familia en los bolsillos. 

-         Cuando era niña subía este cerro a pie. Nos demorábamos horas. A ver, tómame una foto –dijo arrimándose a la baranda con la Bogotá nocturna de fondo.

-         Una vez me dijiste que yo era la persona que más fotos te había tomado. En Guayaquil, cuando alguien se acercó pedirte que le hicieras una foto, te hiciste la desentendida. El fotógrafo es él, dijiste. Lo recuerdo claramente. En ese momento supe que lo mío contigo no era una simple atracción sexual.


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