El comienzo de la historia, la Diabla



Estaba en Guayaquil un domingo por la noche, la brisa era benigna, pero no veía la luz al final del túnel, ni siquiera alcanzaba a ver el túnel y menos sabía si habría algún túnel; era como si estuviera en una carretera plana, yendo a 200 kilómetros por hora en quinta velocidad con un calor insoportable y a punto de dormirme. Había cambiado tantas veces el comienzo de la historia que ya no parecía mi historia, era la historia de otro, de alguien que sigue mirando desde su ventana una piscina vacía y ventanas cerradas con cortinas grises y gruesas y paredes despintadas de edificios derruidos. Alguien que mira esa piscina después de dejar en el mesón de la cocina morrones, portobellos, hierbas, ajos, zuquinis, algún pescado y alguna botella de vino descorchada para que respirara. Ya no deseaba escribir mi historia, pero me hacía falta. Mi terapeuta era mi laptop, me habría gustado decir mi máquina de escribir, cuando creía hacer algo grandioso y único; algo más grande que Crimen y Castigo con personajes más decadentes y sombríos que Raskólnikov, Rodya, Ródenka o Rodka. Ese fue mi primer gran problema cuando me enfrente con la novela rusa, con El adolescente de Dostoievski, yo tenía seis años; de pronto aparecen muchos personajes pero solo es uno. Algo que me pasó más tarde con Ulises de Joyce. Y noche tras noche machaqué una máquina Brother hasta ver el amanecer y llené como trescientas cuartillas de una historia sin pies ni cabeza, la historia de un parricidio, donde hay dos hijos y un padre. Ya no me acuerdo quién descubre el asesinato. Yo era el bueno. El testigo que escribía con rabia contra alguien a quien no conocía y cuando en la mañana una de mis hermanas aparecía en la sala donde yo escribía para limpiar la casa me sentía indignado, enfurecido, como si alguien hubiera interrumpido la escritura de El Paraíso de Milton, mi otra gran obsesión. Arrancaba la cuartilla, la hacía pelotita y la dejaba ahí junto a la máquina de escribir y me iba indignado a mi cuarto a tratar de dormir y en las noches cuando todos veían televisión me encerraba en la cocina con El Quijote. Y después volvía a la historia. Pero era una historia real, una historia que fue metiéndose en mi imaginación con el pasar de los días, de los meses y de los años; con el pasar de las peleas entre mis dos hermanos. ¿Quién mató a papá? Y vi todo eso y vi el alcoholismo, la música a todo volumen, los gritos, las conversaciones, los rumores y creía haber escrito la gran historia, algo que daría un giro a la literatura ecuatoriana, porque el ego me ha acompañado desde niño; una historia que años después hice picadillo al igual que esa teoría del origen del universo pensada después de atender absorto mis clases de física en el colegio, algo que en realidad era un triste y feo remedo del Eureka de Edgar Allan Poe; desde entonces me encerré en los libros. Para esos días no había descubierto el placer de la borrachera.

 En realidad solo estaba cansado. Mucho viagra, mucha perica, mucho sexo, demasiadas eyaculaciones. Solo deseaba tenderme en una cama con una botella de whisky para beberla hasta que el sueño venciera la batalla. Busqué un hotel en el centro de Guayaquil; por la calle Boyacá hay uno pequeño que tiene una piscina encantadora y todavía estaba dentro de mi presupuesto, sesenta dólares la noche. Un coctel de cortesía. El bar era pequeño, casi toda gente adulta y uno que otro turista. Pedí un vodka, siempre he desconfiado de los cocteles de cortesía. Llegó el momento de encender el teléfono. Un montón de llamadas perdidas.  Así fue como salí de Quito, en pleno preparativo de mi boda. Estaba leyendo la historia de Milan Kundera, su tragicómico pasado tras la invasión rusa a Chekoslovaquia. Dejó de ser el intelectual amigo del comunismo y pasó a ser NADIE; fue separado de su cátedra de la academia cinematográfica, las bibliotecas públicas archivaron sus libros y años después con su esposa decidieron echar en el maletero del carro unos cuantos libros, algo de ropa y manejó sin parar hasta llegar a Francia. Yo simplemente cerré el libro y me fui a un hotel con una mudada. Por los noticieros supe a los tres días que mi familia y más la familia de mi novia me daban por desaparecido. Se había armado un pequeño escándalo porque nadie sabía dónde estaba. Con una orden judicial, la Policía había entrado a mi departamento donde hallaron un taza de café a medio terminar, junto a una botella de bourbon vacía y una biografía de Kundera en la alfombra.

Un viejo con una barba bastante dispersa y con unos lentes redondos está sentado frente a una mesa de go, al otro lado hay una mujer gorda y con bigote. La imagen nunca se me ha escapado de la mente, es una envolvente, llena de misterios, asociada con una frase: Recuerda en los años venideros la luna de esta noche y de este mes. Está en el segundo párrafo de la primera página de El maestro de go, de Kawabata, el escritor del eterno insomnio, un insomnio que puede llevar al suicidio. Pensaba en eso cuando me escapé de la caravana sexual en Durán y pedí a Joaquintal2 que me dejara en una tienda, mientras mis compañeras de aventura roncaban a mi lado. En los bolsillos me quedaban unos cuarenta dólares, los suficientes para coger un taxi hasta Guayaquil y pagar el parqueadero. En una tienda pedí una cerveza en lata y me senté ahí cerca, en una banca de madera a esperar que pasara un taxi. Pasaron cuatro y al quinto le extendí la mano. El taxista trató de entablar conversación; mis monosílabos pudieron más. La carretera era cada vez más oscura; las construcciones me llamaron la atención, casas por lo general de dos pisos, con rejas en las ventanas. Pequeñas luces amontonadas sin un orden lógico, terrazas con barillas salidas, el sinónimo de la esperanza de avanzar un piso más; esa terrible esperanza de las familias que quieren un piso más para cada uno de los miembros de la pandilla. Recordé mucho a Karen, una prostituta que conocí en Quito, con el look de Victoria Beckam, flaca, siempre de tacos altos y con gafas claras cuando entraba, antes de ir a enfundarse en un vestido corto. Era una de esas noches después de terminar una de esas relaciones que uno cree es la definitiva y se termina a los dos meses. Le invité un trago y después otro, le dije que estaba triste. ¿Por quién?, ¿por una chica? Mírate, podrías estar con la que quisieras, me dijo. Pronto comenzó a contarme de su vida, que había empezado hace poco en el negocio por su hija, porque su sueño era terminar de construir un pequeño edificio donde deseaba reunir a toda su familia. Iba por el cuarto piso y deseaba llegar al sexto. Todos tendrían ahí su propio departamento y así podrían verse y ayudarse todos los días. No volví por algún tiempo hasta después de algo más de un año, bueno en realidad había regresado en algunas ocasiones para sentarme en algún rincón y esperar a ver si seguía ahí, pero siempre terminaba mi tercer vodka y me iba. Más de un año después la vi entrar con el mismo garbo de estrella de cine y cuando salió se sentó en mi mesa y me pidió un cigarrillo, en esa época fumaba Gitanes. Me lo devolvió enseguida porque le pareció apestoso. Después me acarició las manos, me dijo que estaba muy agradecida por todo lo que le había dicho y ahora tenía un novio y estaba en plan de retirada. Iba a inaugurar una discoteca y yo iba a ser su primer invitado. Nunca más la volví a ver. Por algún tiempo me acostumbré a ir a cada bar o restaurante nuevo que se abría en la ciudad. Poco a poco la fui olvidando.

Guayaquil me sacó de mis cavilaciones. La ciudad en donde siempre hay un ir y venir de gente, la que conocí a través de los libros de Jorge Velasco Mackenzi y, después, en mis breves escapadas de fin de semana, siempre por trabajo, siempre por alguna conferencia o algún seminario. Causalidad, idiotez o no, pero en la radio volvió a sonar esa canción de aunque me arranques la piel vuela muy alto no te detendré. La próxima semana tendría que ir al Registro Civil para casarme. Era demasiado peso, demasiada carga encima como para soportarlo sobrio. No sabía, en ese momento, como había podido engañarla tanto. No entendía como ella no reconocía el sádico que había en mí o lo sabía y lo disimulaba. Yo era el sádico y ella la masoquista. O tal vez al revés. Otro matrimonio, otra boda, otro atardecer, otro amanecer, como esas caminatas de los personajes de Kawabata tras caravanas que no van a ninguna parte. Así me sentía. Cuando llegué al parqueadero ya era de noche. Saqué el carro y fui a un hotel, por suerte mi tarjeta de crédito aún tenía cupo.

Fui directo al bar y pedí un bourbon, junto al bar estaba la piscina, pregunté al camarero y me dijo que estaba abierta hasta las diez de la noche, eran las ocho; subí a la habitación y en la mochila donde guardo de todo hallé un bañador. Bajé y pedí otro bourbon a la piscina y después comencé a bracear y bracear como si no hubiera nada más para hacer en este solitario mundo. Volví a ponerme la misma ropa, sólo que con algo de Dolce & Gabbana para disimular el olor y salí a la calle. Un aroma salobre y a humedad me recibió en la calle. Detuve un taxi y le pedí que me llevara a un night club. El de moda, me dijo el taxista, es la Isla del Tesoro. Pues esta noche me siento un pirata del Caribe, le dije. Me llevó por la avenida América hasta meterse por unas estrechas calles y detenerse en un sitio que parecía un garaje. En la puerta dos negros vestidos de negro me revisaron y me cobraron quince dólares, lo único que me quedaba, bueno en realidad eran dieciséis dólares. Pregunté si aceptaban tarjeta y me dijeron que sí, así que me devolvieron mi efectivo y en el bar un tipo algo canoso me abrió un voucher. Cuando cruce una cortina hecha de tela se apareció ante mí un salón gigante, con una enorme pista en el centro, en donde bailaban tres chicas, y una gran pasarela rodeada de mesas. Pedí un vodka con hielo y busqué una mesa apartada, casi escondida. Una chica que iba vestida como una diabla, con el pelo ensortijado, había terminado de bailar y fue a la barra, donde el cantinero inmediatamente le sirvió un tequila. Por alguna extraña razón nuestras miradas se cruzaron y me sonrió. Después se fue. Una rubia con unos pechos firmes se sentó a mi lado y me preguntó si le podía invitar un trago. Claro, le dije, pide lo que quieras, y pidió un vino; se lo trajeron en una copa de juguete y con hielo. Comencé a reírme. Qué es esto, le dije. Lo probé y era un asqueroso líquido que más parecía soda dulce. Por dios, si quieres te doy una propina, bebe algo decente, le reclamé. Ella sólo alzó la copa. Por cada copa que le invitaba un cliente, que costaba seis dólares, la casa le pagaba un dólar, eso lo supe después. Pidió tres copas más y me preguntó si quería ir a un reservado, una especie de cuarto con una ventana a la pista donde ella baila, el cliente puede tocar si ella lo deja y ya. Le dije que no cargaba efectivo y me preguntó si tenía tarjeta. No, respondí. Me dijo ya vuelvo y no volvió más. La chica que iba vestida de diabla reapareció ahora con un vestido rojo ajustado a todo su cuerpo y unos tacones aguja. Y qué, me invitas un trago, me preguntó con un acento típicamente colombiano. Seguro, le dije, qué quieres. Hey, mesero, gritó inmediatamente, a un tipo vestido con camisa blanca y corbatín que dejaba unas botellas de cerveza vacías sobre la barra. Oiga papi, traigame un tequila, le dijo. Vaya, pensé que ibas a pedir vino Bones, le dije. Bo qué, preguntó ella. Un vino dulce que más parece sprite, respondí. No querido, yo tengo demasiado glamour, me dijo. Me preguntó si quería bailar y en ese momento me declaré voyeurista. Yo sólo miro, me gusta admirar el movimiento, la cadencia, el ritmo, insistí. Eres gay, preguntó. Digamos que de espíritu, le dije. Ella estalló en una carcajada estridente. Un tipo alto, moreno, de buen aspecto, se acercó para preguntarle si quería bailar. Espérame, me dijo y salió tras él a la pista, cuando sonaba una salsa de Héctor la voz Lavoe. Él la llevaba en sus fuertes brazos y ella se dejaba llevar. Sus pies parecían volar. Yo iba ya por el sexto vodka y ya estaba casi totalmente borracho. Llamé al camarero cuando ella se subió sobre los hombros de él, que la sujetaba por el culo, mientras olía su vagina. Pedí la cuenta y antes de que terminara el espectáculo salí. En la calle caminé un rato y hallé una fonda con unas ollas grandes y humeantes. Pedí un seco de gallina y una cerveza. Busqué el baño que estaba con los bordes amarillos y con un olor insoportable a orines. Un tarro lleno de papeles embadurnados con mierda. Cuando abrí la bragueta para orinar aguantado la respiración pude sentir un erección mientras recordaba esas largas piernas enfundadas en ese vestido rojo y las manos de él agarrando su culo. Hasta que sentí una sensación de calma, como de sosiego. No había comido nada en todo el día y devoré una pechuga de gallina aderezada con bastante maní; comía con las manos, arrancaba con mis dientes grandes trozos de carne que los pasaba casi sin masticar, con grandes bocados de cerveza. Me sentí como ese artista del hambre de Kafka. Y recordé ese aforismo tan peculiar que me ha acompañado siempre: <<Tan fuertemente como la mano aprieta la piedra. Pero la piedra aprieta para poder arrojarla más lejos. Pero también a esa lejanía lleva el camino.>> Sabía que debía divisar el camino. No lo hallaba.

Saciado el hambre pagué la cuenta, cuatro dólares y cincuenta centavos; subí en un taxi y fui al hotel. Por suerte el bar estaba abierto y pedí una botella de tequila, cargada a mi cuenta, para ir a refugiarme en el cuarto. En el celular había como diez mensajes. Todos de mi futura esposa, preocupada porque no llamaba ni me reportaba. Abrí la botella de tequila y me tendí en un sofá, luego busqué en la mochila la biografía de Nabokov, el incomparable destilador de lo inefable, según Updike. Corre conejo, corre, grité y bebí un sorbo de tequila antes de abrir el libro. La cuna se balancea sobre un abismo, es lo que alcancé a leer antes de caer en un profundo sueño. Desperté casi al amanecer con un sobresalto y todo me parecía desconocido. El aire acondicionado hacía un zumbido espantoso. Volví a encender el celular. Más mensajes. 

-         Mierda, porque no contestas mis llamadas –fue lo primero que escuché después del primer timbrazo.

-         Lo he dejado apagado y recién hoy me doy cuenta que ha estado apagado –respondí.

-         No será que estabas borracho y no escuchabas nada.

-         Voy manejando, ya sabes que cuando estoy en la carretera no bebo.

-         Pero da la casualidad que ya no estás en la carretera, sino en un cómodo hotel, espero que solo.

-         Los hoteles son para estar solo. Las compañías son fugaces –dije con un tono bromista.

-         Deja de decir estupideces; lo primero que hice fue llamar al hotel para preguntar con quién habías llegado y me dijeron que no habías llegado el viernes, cuando debías llegar, sino el sábado, y en un estado calamitoso.

-         Me quedé en la casa de Jorge. Le entregué el nuevo libro y mientras lo hojeaba nos acabamos una botella de whisky.

-         Bueno, me alegro por eso. Y puedo saber por qué diablos estás despierto a esta hora.

-         Porque como bien te informaron en el hotel, llegué en un estado calamitoso y acabo de despertar.

-         Hmmmm… Nunca has sido bueno para mentir.

 Ella colgó y yo miré el techo. Ya no podía seguir caminando alrededor del mismo terreno. Eso resultaba simplemente insoportable. No tenía nada, ni nueva novela, ni nuevo ensayo ni nuevo cuento. Era como si simplemente la imaginación se me hubiera agotado, no sabía de qué escribir. Las historias se me iban por entre los dedos. ¿De qué puede escribir un eyaculador precoz que debe recurrir a dos pastillas de viagra para aguantar cinco minutos encima o debajo de una chica? Un éxito claro, pero ayudado por la coca y por los desestimulantes y por toda esa maldita terapia de años y años. Seguramente cuando llegue a la edad de Matusalen y después de haber hecho millonarios a centenares de psicoanalistas podré durar en la cama una hora. Llega la mañana. Miro mi caja de cerámica, sólo restos de polvo. Busco en mi celular el número de un viejo amigo, refugiado en el Guasmo, entre sus cuadros y sus lápices. Una botella de Zhumir que está junto a su cama es lo único que me brinda.

-         Te va bien, por qué te quejas –me dice, bien abrigado en su cama, cubierto con un par de cobijas Vicuña.

-         No me quejo, es sólo que conozco a poca gente en esta ciudad y me está dando por quedarme unos días, tal vez para siempre, no necesitaría mucho. Cuánto pagas de arriendo aquí, ¿veinte dólares?  

-         No es tan barato, porque el sitio podrá ser una pocilga, pero acá también pagas por seguridad. Claro, no es lo mismo que vivir en una cómoda casa en Cumbayá.

-         La casa la vendí, o mejor dicho se la llevó mi última esposa, porque creía que tenía su toque de distinción, porque la había diseñado ella. Tal vez ha llegado el momento de la incomodidad, de los vicios baratos y de la droga barata.

-         No te puedo ofrecer coca, a lo mucho base. Y no te podría asegurar que no sea talco embadurnado.

-         Gracias por la información, entonces me quedo con el Zhumir –le digo, al levantar la botella.

    Tirado en el piso hallé Las 120 jornadas de Sodoma, el gigantesco catálogo de las perversiones, según Jean Paulhan. Ya despierto con un jarro de café soluble en su mano comenzó a hablarme de sus proyectos. Deseaba hacer una serie de dibujos, pintar Sodoma, pero tal como él la imaginaba.

-         Pero ese es un maldito mito. No hay el lugar donde todas las perversiones sean posibles, ni en la misma mente de Suetonio o Tácito. Porque si se te aparece pierdes el sentido de la realidad, caes sin posibilidad alguna de levantarte –aseguró.

-         Acabo de venir de un sitio así –le dije.

-         Claro, cabrón, todo lo resuelves con plata, pero Sodoma no es putas y más putas, es un lugar donde todo es permitido, donde te follas a tu hija entre tú y tu amigo; donde chupas los penes de tus abuelos, es el lugar de la perdición total, no un encuentro con putas –respondió.

-         Por algo se comienza –repliqué volviendo a levantar la botella de Zhumir. Otra vez me sentía borracho y ni siquiera era mediodía.

Vamos, me dijo, después de ponerse un jean y una camiseta blanca. Este lugar me recuerda a Dostoievsky, le dije, al idealismo que lleva siempre a la crueldad, mientras avanzábamos por caminos de calles empedradas, y de vez en cuando saludaba con alguien; se detuvo en una tienda donde un grupo de jovenzuelos bebía cerveza. Todos calzaban zapatillas Venus, las ideales para el indorfútbol, jugado con una pesada y pequeña pelota. No me tiene nada profesor, le dijo un adolescente mulato con una gruesa cadena de oro adornada en su cuello. Su pasaporte al más allá, me dije yo. Pero Hans me dijo que eso sólo le daba más respeto en la comunidad, porque era como retar a los demás chicos a ver si podían meterse con él. Hans le pasó una bolsa y el muchacho le devolvió un paquete de billetes.

-         La vida es fácil vivirla cuando sabes a dónde vas. Yo no iba a ninguna parte en esa mojigatería de círculos intelectuales y de artistas que se las pasan chupándose entre ellos, por eso me escondí acá –dijo.

-         No necesitas ir tan lejos para escapar de esos círculos.

-         A veces sí. No he hecho mi gran obra, tengo miedo a veces de no poder levantarme, de haber tocado fondo. Pero luego llega el día y hay que arreglar con el tipo que te abastece, después tener contentos a todos estos mocosos que se dan el lujo de tirarse a señoritas de esas ciudades cerradas que solo salen en busca de heroína o de coca.

-         Es la misma mierda, estés donde estés.

-         Supongo que sí, pero ahora no lo veo así.

Llegamos a una calle donde estaban parqueados varios carros BMW, Nissan y Toyota, la clase media de Guayaquil reflejada en una calle; un montón de mujeres con sus empleadas tras el caldo de salchicha, el más famoso de la ciudad, preparado por dos señoras que toda su vida habían hecho la limpieza de casas. Hans conocía a una de las hijas de la dueña a la que pidió dos caldos. Pese a que había varias personas esperando le sacó de inmediato dos tarrinas. Luego me llevó a una tienda que tenía en la parte de atrás un salón con varias mesas y una rockola. Pidió dos cucharas y dos cervezas frías. Yo estaba a punto de caer desfallecido y comencé a experimentar una especie de calor insoportable. Me contó que esas mujeres estaban desde la madrugada en el camal a la espera del desposte de las vacas para llevarse todas las vísceras en grandes lavacaras de plástico. Las lavaban de un lado y del otro con una prolijidad artesanal para luego rellenarlas con arroz, plátano verde y la sangre de la vaca, después todo iba a unas grandes ollas con bastantes hierbas y mucho comino. Tras la tercera cerveza le dije que necesitaba algo de coca si no me quería ver caer.  

-         En las ciento veinte jornadas de Sodoma el libertino se declara excitado, pero no por todo lo que está ahí a su alcance y placer sino por lo que no está ahí, por lo que no es un objeto manipulable, la idea arraigada del Mal –dijo Hans.

-         El Mal no es un objeto, es una idea. Piénsalo.

-         Pensar qué.

-         No lo sé, tal vez en la idea de la maldad. Dostoievsky creía que la crueldad está en los idealistas. El idealismo es una especie de crueldad, siempre lo ha sido. Primero porque es cruel con el idealista y después con los que le rodean.

-         Me he alejado del mal. Tú lo sabes. Me alejé de tu primera exesposa, tú te alejaste de mi segunda exesposa. Somos como dos maricas que andan buscado mujeres como si anduvieran en la busca de pretextos para no revolcarse en la cama y disfrutarlo.

-         No me hace bien la homosexualidad, ya te lo he dicho. Lo mío son los agujeros desprovistos de bondad.

-         Supongo…

No había nadie más en el salón. La música de Julio Jaramillo seguía sonando. No era buena la mezcla de Zhumir con cerveza y lo sabía, pero aún así seguía haciendo lo que no debía. Otro matrimonio. ¿Otro error? No quería pensar en eso. Las moscas pasaban y repasaban, recordé esa cantina de Malcom Lowry y ese monólogo tan infantil, esa borrachera que siempre la imagine falsa, porque debió haberla escrito sobrio. Ningún borracho se lo perdonaría, de eso estoy seguro, al menos no yo. Agarramos un taxi y fuimos a un supermercado. Hans cogió un carro y como si fuera una ama de casa fue a la parada de licores en donde recogió a los amigos Jack, Jhonny y José. Después algunos quesos y unas tostadas integrales. Todo lo pagó del paquete de billetes que le había dado el de la gruesa cadena de oro. En cierta forma soy como Genet, mi dirección es un talonario de billetes, no importa donde esté, sólo guardo lo que vale, el dinero que me va a sacar de apuros, por lo demás me puedo mover en cualquier sitio. Dicen que el dinero mueve el mundo; eso es mentira, lo que mueve al mundo es la capacidad de sentirte bien pese al dinero, me dijo. Dónde está tu hotel, me preguntó cuando el chico salía con las compras en un carro. Nos metimos en un taxi y le di la dirección al taxista. El hotel estaba cerca del Malecón. Llamó al bar, pidió unos cuchillos para quesos y hielo.

El vagabundo del Guasmo era ahora todo un intelectual y bohemio. Devolvió los vasos y le pidió al camarero que los llevara a la piscina junto con la botella de Jack y una cubeta gigante de hielo. La tarde caía y con ella el sol. Dos jovencitas braceaban en la piscina, Hans extendió los brazos y me preguntó por qué me iba a casar.

-         ¿Hay razones?

-         Nunca las hay.

-         Ya lo sabía.

-         ¿La amas?

-         Ya sabes que el amor es complicado.

-         Es menos complicado, si lo sabes. Estás desfigurado, cada mujer que ha pasado por tu vida te ha hecho una marca y siempre vuelves a la misma mierda, como si necesitaras un párrafo más de Masoch.

-         Estoy tratando de avanzar… De avanzar hasta llegar algún día a ese diálogo torpe del masoquista y el sádico.

-         ¿Cuál?

-         El masoquista le dice al sádico: Hazme daño y el sádico le responde: No. Es un diálogo absurdo, pero mucho más grandioso que el de los desesperados que sólo deben esperar a Godot. Ir caminando por ahí…

-         ¿A algún lugar en especial?

-         A ninguna parte.

-         No tengo moral.

-         Ya lo sé.

-         Ni siquiera sabes qué es la moral, crees que eres amoral porque te acostaste con una puta cuando estabas comprometido, pero eso lo hace hasta un niño de escuela.

-         No en mis circunstancias.

-         Tus circunstancias me importan un pepino, porque las podría desbaratar en segundos. Pero seguirías igual de terco.

-         Vivo más que tú.

-         ¿Qué es vivir?

-         Tener la posibilidad de acabarse un último trago.

Hans se desnudó y se lanzó a la piscina, las chicas que braceaban con toda calma salieron como si hubieran visto al diablo, y comenzaron a gritar. Llegaron dos guardias de la seguridad del hotel. Me preguntaron en qué habitación estaba. Hans era interrogado al borde de la piscina de manera inútil, porque sólo sonreía. Le llevaron una bata que se puso sobre sus hombros. En recepción ya nos tenían lista la cuenta. Fui a buscar mi mochila y Hans pidió que le recogieran a sus amigos Jack, Johnny y José y puso sobre la mesa una generosa propina y salió. Yo salí tras él que era atendido por melindrosos porteros. Iba con la bata del hotel y nadie le dijo nada. Al taxista le dio la dirección del Guasmo. Llegamos otra vez a su departamento, se sacó la bata y así desnudo agarró la botella de José Cuervo. Me lanzó la de Jack y dijo salud. Agarró un control remoto y puso algo de Julio Jaramillo.

-         Pienso, siempre pienso en el Marqués de Sade, es una obsesión. No entiendo cómo se puede llegar a ser tan pervertido. Me emputa agarrar un libro suyo y ver la clase de barbaridades que puede uno llegar a hacer, y me emputa porque hay que conformarse con meter y sacar, de vez en cuando dar la vuelta, pero nunca tienes los cojones para ahorcar a alguien y descuartizarla y masturbarte frente a ese cuerpo deshecho; porque eso en el fondo es el amor, algo que en pleno siglo XXI aún no lo entendemos. Porque seguimos atontados con ese bobo romanticismo, con Durkheim y su porquería del orden… El positivismo nos desbarató, nos dejó sin argumentos, sin  nada.

-         Creo que lo entendemos todo. No nos arriesgamos…

-         No te arriesgas tú, pero yo lo he hecho…

-         ¿Has hecho qué?

Hans fue a vestirse, otro jean y otra camiseta. El teléfono celular sonó, era mi futura esposa. No contesté. Dejé que sonara; dejar el tiempo pasar entre timbre y timbre. Vamos, me dijo. Llamó por teléfono a alguien, a los diez minutos un taxi estaba afuera de su casa. La entrada costaba cuatro dólares, con derecho a un trago. Era un local decadente, viejo, descuidado. Fui al baño y casi vomité al ver los orinaderos amarillos. Había visto peores. Ese día estaba sensible.

-         Este puteadero está peor que cuando lo conocí, antes esas dos televisiones que ves ahí siempre tenían pelis porno y ahora uno con Teleamazonas y el otro con Ecuavisa…

-         Necesito coca, se me cierran los ojos…

-         Toma…

Fui otra vez al baño, abrí una fundita blanca y saqué el polvo con la uña del dedo meñique y aspiré tres veces, hasta darme cuenta de que estaba despierto. Volví a salir cuando había comenzado un show, una chica de unos 26 años de cara no muy linda bailaba en la pista; sus senos medianos estaban algo flácidos y cargaba un pequeña barriguita que podía disimular; era de 1,70 de estatura y su show no fue espectacular. Miré alrededor  y pude distinguir unas 15 chicas. En la barra estaba una mujer delgada que tenía un buen lejos con un vestidito turquesa; en otra mesa un chinita, una belleza exótica, delgada con busto mediano, acompañada; luego ella hizo un show que fue lo mejor de la tarde. Sacamos dos chicas y las llevamos a su departamento a terminar con los amigos Jack, Johnny y José. Ellas se fueron cerca de las diez de la noche. Justo en ese momento sonó el teléfono.

-         Dónde estás –preguntó.

-         Con Hans, alguien que conocí en la Universidad y que vive refugiado en el Guasmo, con sus lápices. Es pintor.

-         ¿Y qué pinta?

-         Dice que quiere llevar al lienzo Las 120 jornadas de Sodoma.

-         Y tú quién serás: el duque, el obispo, Durcet o Curval.

-         Olvidé que tu especialidad es la literatura francesa.

-         Mi especialidad son los canelones, no digas estupideces. En dónde estás.

-         Estoy en su refugio.

-         Dile que venga a la boda, quiero conocerlo.

-         Él a duras penas sale del Guasmo, dudo que quiera salir de Guayaquil.

-         Pregúntale o pásame al teléfono para preguntarle yo.

-         Se lo preguntaré, ahora te dejo porque libramos una batalla campal con Jack, Johnny y José.

-         Iré por unos martinis con unas amigas. Hay un nuevo sitio que quiero conocer. Dicen que la comida es de lo mejor y no he comido nada en todo el día. Ok, adiós.

Me tendí sobre la cama todavía desnudo, mientras Hans pateaba los condones dejando todo el piso embadurnado de semen. Cogió un lápiz y en un cuaderno comenzó a hacer un retrato. Mi regalo de bodas, dijo. Mis ojos los dibujó como si fueran dos platos enormes. Y la boca babeaba. El sátiro por excelencia, aseguró. Ni siquiera me inmuté. Ese era él, desde que lo conocí en la Universidad por nuestra adicción a la marihuana. En esa época, o eras de izquierda o eras un paria así que me integré a un grupo cultural que buscaba transformar la Universidad en el que ya estaba Hans. Ese grupo tenía un programa en una radio, de esas llamadas alternativas, sólo porque ponen música cursilona de gente que se va al monte con el fusil en mano. Hans estudiaba artes y yo periodismo. Alguna vez organizaron un paseo a Mindo. Fuimos todos en una camioneta destartalada del líder del grupo, un biólogo toxicológico que tenía una novia bióloga molecular. Él la dejó en ese paseo tras una larga discusión pública porque la acusó de ser una egocéntrica servil del imperialismo y pensaba en la ciencia sólo por la ciencia. Le dijo que la biología molecular era una basura porque no contemplaba la posibilidad de ayudar, de hacer causa común con los afectados por la contaminación que traen las transnacionales, sobre todo las gringas, como sí lo hace la biología toxicológica. Después de todo ese espectáculo, cuando ella se marchó con su mochila bajo el hombro, todos se dispersaron. Un grupo se junto en la orilla del río para escuchar los discursos del Ché Guevara cuando dejó La Habana, y los del Fidel Castro. Hans llegó con una guitarra y comenzó a entonar comandante Ché Guevara, cantada por todos en coro. Todos bebían a pico de botella de un aguardiente barato. Cuando el concierto terminó Hans sacó un paquete de marihuana, los cigarrillos se habían acabado. Fue entonces cuando saqué de mi mochila una manzana y con un mondadientes armé una pipa que sirvió para todo el grupo. Regresamos todos empapados, metidos en el balde de la camioneta cubriendo al biólogo toxicológico que no se podía ni parar de la borrachera. Hans fue el que manejó hasta Quito y yo fui el último al que dejó. Le invité a pasar a mi buhardilla y nos terminamos una botella de cognac.

Hans terminó el dibujo y me lo lanzó. La mujer disfrazada de Diabla seguía machacándome en la cabeza. En ese momento debía estar haciendo diabluras. Volví a vestirme y animé a Hans a hacerlo también. Quería ir a ver a la diabla.  Salimos otra vez a esas oscuras calles del Guasmo. Había grupos de jóvenes en cada esquina. Paramos un  taxi y le pedí que nos llevara a la Isla del Tesoro. Dicen que es el más famoso de Guayaquil, dije. En efecto, acotó el taxista. Esa noche estaba lleno, pocas mesas quedaban libres. Nos acomodamos en una cerca de la pista y Hans pidió una botella de Johnny rojo por la que nos sacaron cien dólares. En los altoparlantes comenzó a sonar algo de música electrónica bailable y la Diabla apareció deslizándose por un tubo. Después de una hora de show fue de mesa en mesa bailándole a cada uno de los clientes, se sentaba encima de ellos o subía sus piernas entre sus hombros. Se acercó a nuestra mesa y le bailó a Hans. Dame mi dólar, le dijo cuando terminó de hacerle el show. Iba a decir yo paso, pero sólo me miró y gritó: desexcítate, después de agarrar un billete de diez dólares que le extendió Hans. Ella volvió con un vestido corto y tacos altos. Me invitas un tequila, le preguntó a Hans. Claro, le dijo él. La música seguía, cuatro chicas más subieron a la pista. Las luces daban vueltas. Busqué en mis bolsillos, no había el celular, esperaba que estuviera en el departamento de Hans. Pensé en ella, debía estar tomando unos martinis y hablando de algún amante furtivo, tal vez. Cuando la conocí en la Universidad, durante un curso sobre la novela Cumandá, tenía un novio, un arquitecto. A veces él iba a Quito, a veces ella iba a Bogotá. Estaba en ese ir y venir, porque ella no quería dejar su clase de Literatura hispanoamericana en la Facultad de Letras. Yo sólo estaba mirando a mi alrededor. Sin muchas expectativas. Coincidimos en un café con un amigo común. Un físico que estaba medio loco y creía que el Eureka de Edgar Allan Poe en realidad era una teoría del origen del universo. Esa noche nos quedamos solos, hablando. Y me pidió que le contara sobre mi último divorcio. Le dije que ella me había dejado por un abogado de pésimo gusto y después de mucho sufrimiento lo acepté. Apuré un whisky para pensar un rato y adornar la historia. La profesora llevaba una falda corta y no deseaba decepcionarla. Le dije que cuando ella se fue mi vida comenzó a desmoronarse. Y que volvió la noche más inesperada, con un par de orquídeas en la mano, cuando yo estaba succionando el clítoris de una prostituta, mientras otra metía su lengua por mi escroto. En el piso había restos de polvo blanco y dos botellas de Jack Daniel’s estaban semivacías. Ella dejó caer las orquídeas y yo en mi borrachera salí a buscarla, desnudo. Corrí como desesperado por esas gradas, hasta que el conserje me detuvo en la puerta. Tuve que volver a terminar mi orgía.

La Diabla ya se había bebido el equivalente a media botella de tequila; Hans seguía en sus cabales. Supongo que en estos momentos siento la necesidad de ser leal a alguna otra cosa, dice el personaje de Intimidad, la novela más personal de Hanif Kureishi, si no la mejor. Una novela que tiene su inspiración en Hawrthone, como toda la historia de la infidelidad occidental a partir del siglo XIX. A Kureishi comencé a leerlo por mi primera esposa, una británica decantada por los indios. Fue una especie de profesora de cosas demasiado sutiles. Sutileza era su palabra. Y no sé porqué recordé esa frase, tal vez por ver a la Diabla tan entretenida con Hans. O simplemente porque el Johnny rojo no me va. Esa vez la Diabla rechazó a muchos que la invitaban a bailar y a todos los meseros que venían con la invitación de alguna mesa los mandaba con viento fresco.


Entradas populares de este blog

La reinita de Sangolquí

Érase una vez que era

juan