La tempestad
De cada tres de mis pensamientos, uno se
consagrará a mi tumba, dice Próspero, expulsado de su condición de hermano y
refugiado en una isla desierta tras el naufragio de su buque. Shakespeare
siempre le había acompañado en cada mudanza, en cada viaje, en cada divorcio,
en cada botella de bourbon tirada al tacho de la basura. La ciudad le parecía
absolutamente desolada. <<Abril es el mes más cruel: engendra lilas de la
tierra muerta, mezcla recuerdos y anhelos, despierta inertes raíces con lluvias
primaverales>>. La tierra baldía,
el poema de T. S. Eliot dedicado a Ezra Pound. <<¿Cuáles son las raíces
que arraigan, qué ramas crecen en estos pétreos desperdicios?>> Estaba
sentado en la mesa de un rincón, lejos de la barra, con un ron sin coca cola.
Ella solo le miró de reojo. Y se fue. Ya no le veía, de su radar había
desaparecido. <<La puta confianza>>, le decía cuando sacaba algún
comentario subido de tono. Él trataba de no responder aunque le costaba. En ese
entonces era muy diplomático. Y recordó aquella noche en la que le abrió su
teléfono, le mostró las fotos de su mamá, de sus viajes a la playa, de los
tiempos en los que era feliz, hasta que comenzó a huir. <<Nunca cuentes
mi historia>>, le advirtió. Y cumplió su promesa. Esa noche salió, llegó
a su casa, se sirvió un whisky y encendió las velas. No sabía qué más deseaba.
Tal vez secarse las lágrimas y terminar el camino a la playa a pie como ese personaje de
Paul Auster en El Palacio de la Luna,
esa pizzería de Nueva York por la que transcurrió su vida, la del personaje de Auster.
Mirar cómo el cielo se choca contra el mar. Ella había desaparecido como había aparecido,
de la nada. Buscó el teléfono para mirar la hora, porque odiaba los relojes.
Era la madrugada, casi amanecía y comenzó a llorar. Ella estaba recostada en la
alfombra. Buscó una maleta, puso unas mudadas, unos cuantos libros, su crema de
peinar, un perfume y agarró las llaves del auto. Sabía que no volvería ni él, ni
ella.