La hacedora de humitas



Tres meses antes de la pandemia viajó a Frankfurt y debió esperar como dos horas en el aeropuerto de París porque el vuelo iba demorado. Una espera lamentable en la estación de tránsito porque ni siquiera había un duty free donde comprar un whisky. Sabía lo que le esperaría al llegar. Beatriz y Kai le recibieron con los brazos abiertos y en su casa apenas había vino. Fueron interminables días de abstinencia hasta que apareció Cristina, la primera hija de Graciela. Ella le había reclamado porque en la anterior historia había afirmado que el primogénito era el niño que murió en un accidente en un estanque era menor. La primogénita era ella. A ella cuidó cuando era niña, para que Graciela pudiera ir a farrear en las fiestas de Quito. Ella era la llorona, graduada con honores en una de las pocas reuniones familiares a las que asistió, la defensa de su tesis en la Universidad Católica. Ese día estuvo a punto a llorar, al verla ahí tan niña y con una solvencia que enorgullecía a Graciela y Wilson. Era la niña de los ojos de Graciela, nadie podía meterse con ella. No fumaba, no bebía y al parecer había tenido un solo novio en su vida. Era el lado opuesto de su mamá, la encargada de espantar a los pretendientes. Tuvo que ir a Alemania para, bajo el manto de Beatriz, salir con alguien. Simon debió pasar estrictas medidas de bioseguridad, muchas más de las adoptadas durante la pandemia, para acceder a una salida a solas con Cristina, solo con cogidas de la mano.

<<¿Qué quieres que te lleve>>, le preguntó. Ella vivía en un pueblo cercano a Rödermark con Simon, su esposo. Nunca fue a su matrimonio porque Graciela nunca le recordó la fecha. Tal vez temía un escándalo similar al montado en el matrimonio de Susana, la hija de Anita. El único matrimonio de la familia al que había asistido. Fue sin corbata. Siempre había odiado las corbatas. Alguna vez debió asistir a un evento en el club La Unión, uno de los más exclusivos de Quito. <<No puede entrar sin saco>>, le dijo uno de los recepcionistas. Después de tanto protestar accedió a ponerse una chaqueta negra con un estampado que decía Club La Unión. Después le dijo que también debía usar corbata y le mostró una negra con otro estampado similar. Se sacó la chaqueta, la entregó de vuelta, dijo gracias y se fue. Ya en la fiesta del matrimonio, el papá de Susana, Enrique, le recriminó por haber ido sin corbata. Se fue y nunca más volvió a ninguna fiesta. Siempre inventó un pretexto para su ausencia. No deseaba saber nada de su familia. Nadie dijo nada de ese evento que le alejó completamente de sus hermanas.

Cristina llegó a recoger las humitas que Graciela le había enviado. Ella era la hacedora oficial de humitas o humintas, chumales, choclotandas, tamalitos verdes, tamales de elote, envueltos, bollos de mazorca o pamonha. En tiempos de choclos todos le recordaban las humitas, sobre todo Jacinto, y ella repartía las tareas en su familia, quién desgranaba, quién molía el choclo tierno en un molino manual y ella hacía los envueltos en las hojas del choclo. Es el más nítido recuerdo que tenía de su mamá en Quito, sentada en un banco desgranando el choclo para hacer humitas. 

Las humitas siempre representaron en su familia una especie de fiesta, de reunión familiar. Si Graciela preparaba humitas la noticia se regaba como pólvora. Todos hacían una reservación y ella se encargaba de ir a repartir de casa en casa los pastelitos de choclo con queso tierno. Y si alguien viajaba a Alemania era imperdonable negarse a llevar humitas.

En esos días, tres meses antes de la pandemia, ni Graciela, ni Beatriz ni Rocío ni Anita se hablaban. Todo era por intermediarios. Hubo un cisma que Juan nunca alcanzó a entender hasta que llegó a Rödermark y Cristina llegó con una botella con cuatro dedos de bourbon, apenas para dos tragos. ¡Cuatro dedos de bourbon! Cristina había pensado que si llegaba con una botella entera Beatriz le habría crucificado.

- ¿Y qué hiciste? –preguntó Lorena.

- Resignarme. En esta vida he aprendido a resignarme.

- A mí me gusta la fritada de acá, la que venden en esos puestos en la calle de a dos dólares, con esa cosa salada que le ponen sobre el choclo.

- Mapahuira.

- ¿Así se llama?

- Sí, son los restos de la fritada, es una palabra que viene del quichua: mapa, sucio; wira, manteca; sirve también para hacer mote sucio. Es uno de los mejores aderezos de acá de la cocina ecuatoriana. Es como el agua de las aceitunas muy útil para hacer un Martini sucio.

- Yo solo sé de rones y mojitos. Recuerdo que me enviaste un video donde disparabas y me dijiste que intentabas matar tu conciencia.

- Eso fue en Bremen. Torsten, el esposo de Rocío, intentaba enseñarme a disparar; él es un cazador, igual que papá. Papá salía en las noches de luna llena a la montaña y regresaba en las madrugadas con una guanta lista para el fogón. En la casa de la finca había un mesón largo de madera donde todos se sentaban a comer. Yo buscaba las gradas. Me sentaba ahí para contemplar la bajada a una carretera irregular por la que siempre caminaría.

Ella comenzó a reír y bailar con su pijama lila. La miraba y él detestaba el tiempo perdido. Le gustaba su voz, sus ganas de vivir. Sabía todo sobre sus ex y sus no ex; sus amores y desamores. La veía haciendo un plié, un ejercicio para trabajar las elongaciones y desarrollar un sentido del balance. Hay dos pliés principales, grand plié o flexión completa de las rodillas y los talones, y el demi-plié o mitad-flexión de las rodillas. Cuando un grand plié se ejecuta en la primera, tercera, cuarta o quinta posición, los talones se levantan del piso y vuelven a tocar el suelo al volver a la posición original.


Entradas populares de este blog

La reinita de Sangolquí

Érase una vez que era

juan