De cuando éramos felices y no lo sabíamos


Todo comenzó como un juego y así jugando descubrieron que el amor se había acabado, cuando ella acabó con un bife de chorizo de 300 gramos término medio, con puré de garbanzos y una copa de un syrah mendocino en una hostería cerca del volcán Cotopaxi. La eterna borrachera seguía. Y Marcelo sabía que debía dejar de dar vueltas. Había llegado a un punto de quiebre difícil de soportar.

El carro avanzaba a ciento veinte por hora por la Panamericana Sur, pasando el cuartel que da loas a los héroes de la Patria, Marcelo casi embistió a un anciano de sombrero de copa que cargaba en la parte de atrás de su bicicleta  un cajón de madera. En el Ipod sonaba I'm no angel de Dido. Al pasar Laso, un pequeño pueblo con sus casitas coloniales y con evidentes señales de que alguna vez estuvo el tren por ahí, comenzó a pisar el acelerador a fondo, puso quinta y la aguja llegó a los 200 kilómetros por hora, rebasando camiones, mulas, autos con los asientos forrados de plásticos, o sea recién sacados de las concesionarias, hasta que un brusco frenazo para  no irse contra una mula Mercedez Benz sacudió tanto el carro que Isabel se despertó de su borrachera. Abrió los ojos y se percató de que él seguía ahí; trató de aspirar el olor de los pinos y de sentir el frío del Cotopaxi. Abrió la guantera y sacó una caminera, la sacudió para percatarse de que aún había algo de cognac. La vida no puede ser tan hideputa, dijo después de vaciarse el último sorbo. Necesito estar borracha para soportarte, dijo. Bienvenida al club. Espera turno, respondió. Marcelo aplastó más el acelerador cuando la carretera se ensanchaba en una sola vía hasta que divisó un letrero que decía: Hostería y viró en forma brusca; cuando estacionó el vehículo, Isabel saltó de su asiento y salió dando un portazo y se dirigió al bar para pedir un whisky con hielo. La camisa desabrochada dejaba entrever sus senos, que el camarero no pudo dejar de mirar. Si te gusta lo que ves y tienes mil dólares que te sobren puedo hacer con ellos cosas fantásticas con tu pene, le dijo ella. El camarero trastabilló al dar un paso atrás, después de dejar el whisky, y fue corriendo a refugiarse junto a la barra. En ese momento entró Marcelo y pidió leche, un poco tibia, era lo único que le quitaba el sueño. Cuando era pequeño y en tiempos de exámenes su mamá siempre le tenía leche recién ordeñada.

Isabel bebió de un sorbo su whisky y pidió otro. Su borrachera parecía interminable. Dioniso había despertado a su lado esa mañana y esa tarde y esa noche. Marcelo contempló las mesas de madera, los manteles blancos de las mesas, casi todas adornadas con copas para vino blanco, tinto y agua. Unas flores de mal gusto en el centro. La carta era muy limitada y el frío insoportable.

En la habitación había una chimenea, después de la leche tibia y una frugal cena siempre le apetecía un bourbon. En ese tiempo había comenzado a escribir Las máscaras, una novela inacabada por su vida disoluta. Los leños caían a medida que se avivaba el fuego. Eran como golpes secos con fondo musical y color ceniciento. La música siempre tiene un color, Goethe y Beethoven lo descubrieron. El primero borracho, el segundo sobrio y enamorado. Siempre admiró de Goethe esa capacidad de presidir una mesa totalmente borracho. Esa era la verdadera irreverencia.

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