El eyaculador precoz



El calor era sofocante, había viajado casi toda la noche y en la mañana me detuve en la cafetería del hotel Ramada, en el mismo Malecón, para apurar todo el café que podía y así despertarme. En ese momento sólo pensaba que sería un soberano sacrilegio el cansancio. Fui al baño con mi cajita de cerámica comprada en el mercado de pulgas de Milán; me dieron tres por cinco euros, pero solo usaba una. La llevaba conmigo a todas partes. Aspiré, se puede decir, casi un gramo de coca y tuve tanto miedo a la impotencia; corrí a la farmacia en busca de tres cajas de viagra de 50 miligramos; otros sesenta dólares botados al caño. El dinero iba escaseando y ni siquiera estaba en el punto de partida de la caravana sexual; me sentía como Tom Cruise a punto de entrar en la mansión de los placeres de Eyes wide shut…, en un taxi. Vaya ridiculez.

 El carro se quedó en un parqueadero y unos quince minutos antes de la once de la mañana me dirigí en un taxi hasta La Rotonda. La dirección me la dieron por correo electrónico, una vez confirmado el pago en la cuenta de un banco. Desde ese punto iba a salir la caravana rumbo a Puerto López.  Cuando llegué, me detuve junto a una baranda y encendí un cigarrillo; a mi espalda estaba una ría tranquila, que junta las aguas de los ríos Babahoyo y Daule. Más allá del monumento donde Simón Bolívar y José Martí se dan la mano decenas de jóvenes pintaban al aire libre; la mayoría, retratistas. Al frente, tres carros estacionados a un costado de la vereda. Llegaron dos más. En ese momento marqué el número que me dieron y la voz al otro lado del teléfono me ordenó subir al asiento trasero de un sedán rojo, el segundo en la caravana. Tiré el cigarrillo y cruce la calle a toda prisa cuando escuché el silbido de un policía municipal. Había oído que en el Malecón estaba prohibido besarse o tirar basura al piso y no deseaba entrar en una discusión con un guardia. Subí al carro, al volante iba alguien que se presentó como Joaquintal2. Nadie tenía un nombre ni un apellido, yo era simplemente Christianzaso. Una chica muy parecida a Paris Hilton me abrió paso y me senté entre ella y otra morena con unos pechos tipo Pamela Anderson. La rubia sólo llevaba un hilo dental y una blusa transparente. Quiero ver sin son reales, le dije, cuando mordí sus pezones; todos los carros tenían vidrios polarizados. Adelante estaba otra chica identificada como Andrea y frotaba su mano contra la bragueta de Joaquintal2. Pregunté por qué me tocó el privilegio de ir con dos; era solo porque uno no llegó a tiempo. Aunque me arranques la piel vuela muy alto no te detendré, decía alguien en la radio, una salsa romántica para amenizar la partida. Andrea sacó de la cajuela una botella de tequila. Bebió un sorbo, empujó el asiento del chofer para atrás, le abrió la bragueta y regó chorritos de tequila en el boxer de Joaquintal2.

Andrea parecía una romántica empedernida. Todo el trayecto fue la encargada de seleccionar la música y de vez en cuando le pasaba un sorbo de tequila de su boca a la de Joaquintal2. Después de la salsa romántica le tocó el turno a Juan Gabriel y su alegría era tan contagiosa que aunque todos éramos unos auténticos desconocidos pronto comenzamos a seguirla como si fuéramos amigos de toda la vida: Me gusta cantar y cantar y hacer canciones que hablen de amor para enamorados, tristes y alegres que hablen siempre con la verdad... Y con la botella de tequila en sus manos, Andrea comenzó a llorar.

Andrea secó sus lágrimas. Habíamos cruzado Salinas y la botella de tequila ya estaba vacía, Joaquintal2 se detuvo en una gasolinera para comprar un paquete de Red Bull. Nos pasó uno a todos. Beban hasta la mitad, dijo, después llenó las latas con vodka. Me recosté en las piernas de la Paris Hilton criolla y cuando puse la lata de Red Bull fría entre sus piernas me lanzó tal manotazo en la oreja que me dejó atontando. Me levanté y vi que un chorrito de sangre salía por su nariz. La coca, demasiada, hacía sus efectos. Agarré su cara y bebí su sangre y ella comenzó a morderme la mandíbula, me abrió la bragueta del pantalón y cuando ella creía que había comenzado la acción, ya se había acabado. Y agradecí su silencio. Volví a sentarme acurrucado junto a la ventana, mientras Andrea ponía por enésima vez Los Iracundos y ese insoportable Puerto Mont. Cómo te puede gustar esa basura, dije. Fue un breve momento de lucidez. Nos detuvimos en Olón, el cielo estaba azul y la playa me pareció inmensa. Joaquintal2 paró junto a una de esas cabañas rústicas hechas con caña y paja. Ellas querían camarones apanados, Joaquintal2 pidió un ceviche de pata de burro, así se llama a una concha gigante, y yo me fui a sentar en la arena con mi ceviche de ostras. Una niña jugaba con las olas bajo la vigilancia de su madre. Eran solo ostras, algo de cebolla colorada, picada muy finamente, y limón. Ya otra vez en el carro Joaquintal2 sacó polvo blanco, hizo hileras en una tabla de ajedrez de cristal que sacó de la guantera y las compartió con todos, yo absorbí como un gramo. Otra vez estaba sobrio. Corrí al quiosco en busca de una cerveza; sobre la mesa había la página de un periódico anunciando en Quito la muestra de un fotógrafo peruano que había recorrido Mozambique, Bosnia-Herzegovina, Camboya, El Salvador, Kurdistán y Colombia para retratar personajes sin manos, sin pies y sin ojos, las víctimas de las minas antipersonales. El personaje, además de las fotos, se había dedicado a coleccionar prótesis de piernas y manos, parte de la exposición. Dejé el plato sobre esa página del periódico y pedí la cerveza. Me la bebí de una sola levantada, el calor era sofocante. Joaquintal2 arrancó y volvió a la carretera. Yo saqué la cabeza por la ventana para sentir los golpes del aire. Una Nissan Patrol con la música a todo volumen nos rebasó en la carretera. Era parte de la caravana y ahí iban tres parejas. Ya estaba otra vez casi borracho cuando íbamos cerca de Puerto López, un camino lleno de sombras y luces; de alguna forma recordé ese viaje por Selva Negra, cuando fui a conocer el lugar que tanto fascinó a Thomas Mann, en donde conocí a un francés dedicado a la tristeza, tras el suicidio de su esposa. Mis recuerdos se esfumaron cuando uno tras otro los carros entraron por un camino empedrado lleno de guardias que hablaban por las radios. En la puerta principal mujeres desnudas, sentadas en caballos sin montura, daban la bienvenida a los huéspedes. El salón principal estaba acomodado ya para la comida, pero la jauría de perros hambrientos reclamaba el sorteo. Cada chica tenía un número y cada cliente otro. Todos querían a la mujer del prójimo, porque estaban hartos de pasar de manoseo en manoseo con  la misma chica durante tres horas.  Como no me gustó la habitación, con una cama que parecía de juguete, la saqué desnuda a la piscina. Otras parejas salieron de sus madrigueras y se sumaron a la fiesta en la piscina, cargando unos platos repletos de langostinos, calamares, conchas y grandes pedazos de carne arrancados con los dientes, como si fueran los protagonistas de un cuento de Kafka. Llegaba la noche y con ella mis dos primeras pastillas de viagra. Una de las chicas se sentó junto a mí cuando estaba recostado al borde de la piscina. Te conozco de alguna parte, no recuerdo nada más, me dijo. Me levanté, agarré su mano y la llevé a la playa. Pasé mis dedos por su espalda y después beso va y viene, caricias. Regresamos a la hostería y todo por fuera parecía desolado, aunque desde las habitaciones se oían gritos y gemidos. Como no tenía compañía fija la lleve a mi habitación y ella se quedó recostada en la cama mientras yo iba a sacarme la arena del cuerpo; cuando salí ella se estaba masturbando. La noche avanzaba con barmans, cantantes y payasos, cada quien hacía lo suyo para evitar al sueño. Uno de los invitados sacó su laptop y la convirtió en karaoke, mientras otro con micrófono en mano invitaba a salir a probar suerte en un concurso de baile y en otro de canto. Yo me puse al micrófono para gritar: Aunque me arranques la piel vuela muy alto no te detendré. Las botellas de licor se vaciaban con la misma rapidez con la que entraban en el círculo virtuoso. Joaquintal2 se robó un rato el show de la noche cuando trató de hacer de barman en una licuadora donde sólo le faltó meter ajo y clavo de olor; ese coctel horrible fue vaciado en la piscina. Al día siguiente comenzó el viaje de regreso con una parada técnica en Olón para recargar baterías. En la parte más alejada de la playa, una playa gigantesca con un paisaje totalmente azul y el sonido del vaivén de las olas. Había cinco botellas de vodka en una hielera. La historia en realidad recién comenzaba cuando alguien abrió la hielera, porque cuenta la historia de que en algún tiempo muy remoto el mito no tenía significado. Una narración algo absurda de Claude Lévi-Strauss. 

Había llegado el momento de volver y enfrentarse a su realidad de un nuevo matrimonio y a su constante huida de la formalidad, de la corbata, del traje, de lo políticamente correcto. Antes necesitaba quedarse en Guayaquil algunos días para conversar con Hans. Y ahí sentado en esa playa desolada recordó esos versos de Ezra Pound quien deseaba bañarse en extrañeza, porque las comodidades amontonadas encima de él le eran asfixiantes. <<¡Me quemo, ardo en deseos de algo nuevo, amigos nuevos, caras nuevas y lugares! Oh, estar lejos de todo esto, esto que es todo lo que quise…salvo lo nuevo. (...) ¿Acaso no me repugnan todas las paredes, las calles, las piedras, todo el barro, la bruma, toda la niebla, todas las clases de tráfico? A ti, yo te querría fluyendo encima de mí como el agua>>. ¿A quién? Es una pregunta que nunca había podido responder.


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