El preludio de las máscaras
Marcelo
había regresado de Europa algo cansado. Estaba de vuelta en su realidad, sin
argumentos para avanzar, se fue con ese objetivo y se podría decir que lo
consiguió. Ya no podía retroceder, ni lo deseaba. Estaba en un punto
equidistante a la nada. Desde su centro todo le parecía irreal, vacío, falto de
contenido. Su doble lenguaje, el del inconsciente y el del yo, se hallaron en
un momento del cual ya no se acordaba. Su doble lenguaje se convirtió en uno y
eso lo sabía. Lacan tenía razón, dialogar es una de las peores pretensiones de
nuestra época. Por eso sus diálogos, por regla general, se limitaban a
monosílabos. Alguna vez armó un gran escándalo en la empresa que le ofrecía el
servicio de telefonía celular, porque cuando estaba fuera del país utilizó el
roaming para hacer unas citas y al regreso le pasaron una factura con una
llamada de más de una hora. No lo pudo
creer, se sintió indignado. Pidió todo el historial de sus llamadas y gritó y
pataleó en las oficinas de esa empresa, no tanto porque quisiera de vuelta el
dinero sino porque le parecía inaceptable que alguien le acusara de hablar una
hora por teléfono. Pero ahora estaba seguro de que ni eso le haría reaccionar;
si alguien le acusaba de hablar diez horas seguidas por teléfono habría dicho:
¡Ajá! Nada más. No se habría molestado en gritar, ni patalear ni nada. Tenía
todos los síntomas que Lacan identifica en esa tendencia psíquica a la muerte o
el destete. Esto es a saber: huelga de hambre de la anorexia mental;
envenenamiento lento de algunas toxinas por vía bucal y régimen de hambre de
las neurosis gástricas. Aunque si de algo estaba seguro era que, pese a todos
esos síntomas, no deseaba hallar el imago de su madre. Tal vez sólo deseaba
quedarse quieto, ahí, frente a su sillón con la maleta llena de libros. Quiso
creer, alguna vez, que Faulkner tenía razón, que cuando un hombre llega a un
sitio donde ya no le queda nada que gastar o perder siempre vuelve a casa. Pero
no. En Europa sintió que nada le quedaba mientras veía los aviones entrar a
Frankfurt, uno cada minuto, desde un pueblito cercano a esa ciudad. No
comprendía de dónde podían salir tantos aviones ni por qué la gente viajaba
tanto. Ahí fue la primera vez que sintió una especie de parálisis, sin ganas de
ir a ninguna parte, ni regresar a casa. Y sin embargo, muy pronto descubrió que
la casa no existía. La casa para él era un mundo irreal, una eterna borrachera
donde la gente desaparecía, se esfumaba. Donde las mujeres no existían, se
perdían, se diluían. Donde el sexo no era importante. Un mundo de
inconsciencia, donde la vida cobraba sentido sólo con un vaso de bourbon lleno
hasta sus bordes. Puso algo de música en su Ipod, un disco de Leonard Cohen, y
buscó a su viejo amigo Jack. Definitivamente la vida es mejor con un bourbon,
pensó, después de pasar el primer sorbo. Se quedó quieto un momento,
contemplando su viejo candelabro comprado en Holanda, su lámpara de color
naranja y sus máscaras. No recordaba desde cuándo decidió que necesitaba
coleccionar máscaras. Tal vez durante un viaje a México con un grupo de
escritores, cuando se percató de que todos compraban algo porque coleccionaban
o bien vasos o bien cajas de cigarrillos o bien monedas o bien cualquier
chuchería. Entonces vio una máscara de un tigre amorfo de color amarillo,
rodeado de pelos, y no dudó en comprarla. Y comprendió que su misión en la vida
era coleccionar máscaras, porque ellas tienen el poder de esconder, liberar,
proteger y dar seguridad a quien las usa. En México, por ejemplo, creen que los
judíos se ponen máscaras en Semana Santa para ir a matar a Jesús. La máscara
protege a su portador contra los golpes del adversario en las batallas que
escenificaban los diablos de Tanlajás o los tigres de Zitlala. Los danzantes
sólo se sentían liberados si llevaban una máscara. Es lo que les permitía
actuar libremente. La máscara, el símbolo del poder.